Guía de árboles y pecadores
El fruto es ciego. Es el árbol quien ve.
René Char.
Aún no sabemos si la rosa disfruta de su olor. Pero lo prodiga. Y lo hace sin pensarlo demasiado. Un árbol canta por el pico de un pájaro avistado entre muchos sin distingo por animales y pecadores. Como ese “árbol elegido por la tempestad”, del que hablaba André Breton, lo más parecido al poeta tocado por una suerte de incandescencia.
Hay en “Guía de árboles y pecadores” mucho de todo ese entorno milagroso y ahora pocas veces celebrado. Jirones, visitas y sobrevivencias de una naturaleza que la ciudad no ha logrado aplastar del todo.
Esos son algunos de los ecos que me deja su libro, de a poco, de manera lenta y sin el vértigo del transeúnte afanoso que huye por las calles, que escapa de sí mismo y de los demás como acreedor de lo que no debe. Ecos, sí, de los pasos de un calmo y paciente observador. No es la suya la ciudad de los vanguardistas de la que ha huido el silencio, la ciudad que se hace más personaje que las mismas personas.
La poesía de Felipe Vaugham, su palabra, me parece que nace del encuentro casi sagrado con algo un tanto inasible que va más allá de la representación, algo que busca una traducción del mundo y de la realidad, que al decir del viejo poeta, no es verbal. Como no lo son “los árboles sin nombre” que señala Vaugham y que a lo mejor crecen en un no-lugar y en una taxonomía inexistente.
Su libro está lleno de una sobrevivencia natural en medio de la sobrenaturaleza ciudadana. Una florifauna en medio del tráfago, como el gorrión, ese pájaro proletario, sin heráldica, que se acomoda a todas las ciudades del mundo y que no se cansa de trinar en medio de un aire asmático, lejos de los bosques.
Es rara y muy suscitadora la mezcla que Vaugham hace de una ciudad aviesa y sorda, como todas, y las señales de un mundo inmanente, un mundo con olor a pájaros mojados, emisarios del campo, y con lunas rotas que no esperan la resurrección del día, ese milagro que olvidamos seguramente porque es un milagro que siempre se repite. “Los días, que uno tras otro son la vida”, diría el poeta del Sur.
Es rara, también, una poesía que en medio del paisaje fabril, de los sordos termiteros humanos, retenga imágenes de paisajes más olvidados que abolidos, de páramos y quebradas donde la sombra de un ciervo bebe la sombra del agua y hay “árboles blancos”, “niños de los cerros”, “resplandor de acequias”, un paisaje albino desdibujado por la visita de las nieblas.
Y las calles. Las amadas y temidas calles donde una legión de desplazados de la infancia trocados “en ladrones y mendigos”, esperan una oculta señal.
Un tema común a toda la lírica moderna, el del poema que se informa a sí mismo, la pregunta y pesquisa por la palabra que esclarece, atraviesa de manera transversal esta “Guía de árboles y pecadores”. Una palabra que, como toda poesía genuina y por su condición paradójica y dubitativa, parece aspirar al refugio del silencio.
Que la palabra pregunte por el domicilio del silencio es algo que también pregunta por la necesidad, que muchas veces es necedad, de darle nombre a todo. Y que nos acompañe la duda que va más allá de la representación: “desde el primer momento supo que jamás lo lograría,/ nunca hallaría las palabras,/ terminaría diciendo exactamente lo contrario”. Ahí parece recordarnos tres instancias en las cuáles a veces se nos amplía o evade el misterio: lo que el poeta dijo, lo que creyó decir y lo que en verdad terminó recibiendo el receptor de sus palabras.
De ahí su anhelo, me parece percibir, que de alguien de “labios entreabiertos /aflore íntima y secreta una palabra verdadera”. Y que haya más instantes luminosos, visitaciones de tanta armonía y quietud que no hagan “falta las palabras”. Como recordándonos que muchas veces la necesidad de la palabra no es otra cosa que la reiterada incapacidad de entendernos.
Juan Manuel Roca
Bogotá, julio 22 de 2018
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