(Sobre el pintor Vincent Van Gogh)
La silla de Van Gogh, (1888)
I TRAZO
Resulta paradójica la sensación que tenía Vincent Van Gogh de sí mismo en el mundo. Decía sentirse como “un gato en un almacén extraño”. Esa bella y de otra parte enigmática expresión debe seguir resonando en cualquier lector activo de sus cartas y sin duda se presta a muchas posibles interpretaciones. La primera podría ser que su extrañeza frente al mundo es lo que lo lleva, como al felino de su imagen, a husmear en espacios que de alguna manera le son ajenos, pero con la curiosidad y suprema libertad que tiene ese animal a lo largo de sus vidas. Otra posible interpretación tendría que ver con la perplejidad que le suscitaban las escenas que para otros podrían ser normales: un hombre trabajando, un sencillo puente, unos comedores de patatas, un café de noche, un viejo cartero uniformado, una naturaleza muerta con 12 girasoles, una ronda de prisioneros girando entre cuatro muros cardinales, unas bolas de marfil en un billar, un gato durmiendo la siesta o la hierba fresca tendida en un parque, en suma, el asombro que en una sensibilidad como la suya no sofoca o mata la rutina. Con solo pintar unas maltrechas botas ya pintaba los caminos.
Un artista como Van Gogh es alguien que explora en la realidad y que ve en ella lo que muchos no vemos sino en su parte externa que es la rutina. De todo esto da cuenta el pintor en sus bellas cartas a esa especie de ángel guardián que era su hermano, Theo Van Gogh, un modesto vendedor de arte que no habrá de desampararlo en su soledad y en su irredenta miseria. Tan irredenta fue esa pobreza de goliardo de Van Gogh, que solamente logró vender un cuadro en vida. Sí resultaba en cierta forma un pintor vagabundo como un goliardo pero en nada, absolutamente, ocioso.
Es curioso que las llamadas “Cartas a Theo” no tengan un interlocutor desde la palabra sino desde la ausencia, que hayan sido recogidas solo en la parte de la correspondencia que proviene del pintor, lo que nos hace a veces intuir unas leves respuestas de su hermano. Al carecer de la voz del receptor de las cartas estas resultan también ser algo así como una especie de Diario del pintor, de un itinerario de su pobreza y del festejo que encontraba en la obra de otros artistas. Valga decir que algunos de estos pintores citados por Van Gogh hoy son nombres casi totalmente olvidados y no en no pocos casos, y que solamente resultan admirados por haberlo sido, a su vez, por el genio de Vincent Van Gogh.
Y es que como afirmaba el doctor Jean Vinchon al hablar de las cartas a Theo, “describen esas horas durante las cuales”, más allá de la pobreza y la locura, “puede pintar y esas son las únicas felices de su pobre vida”. La miseria le produce unos réditos lastimosos que él mira de la siguiente manera: es “un buen medio para asegurarme una soledad necesaria, para poder profundizar más”. El mito del artista solitario, del sin techo familiar, quizá no tenga un mejor paradigma en la plástica que en Van Gogh.
En muchas de las cartas a Theo el pintor hace votos de pobreza, y ahí vuelve a aparecer el sentido religioso de cuando fue misionero en Bélgica. De alguna manera será para siempre un evangelista, un hombre de pureza moral y de empatía con los humildes. Le escribe desde Ámsterdam, nuevamente el lugar al que acude tras la huella de otros grandes maestros, lo que podría catalogarse como su credo, como su biblia de pobres: “Hasta en los ambientes cultivados y en las mejores sociedades y en las circunstancias más favorables, hay que conservar algo del carácter original de un Robinson Crusoe o de un hombre de la naturaleza, jamás dejar apagar el fuego de su alma sino avivarlo. El que continúa amando la pobreza para sí, posee un gran tesoro y oirá siempre con claridad la voz de su conciencia... “Que esté allí nuestro destino, muchacho, que tu camino sea próspero y que Dios esté contigo en todas las cosas y te haga triunfar, es lo que te desea con un cordial apretón de manos en tu partida, tu hermano que te quiere”.
Sin duda, ese anhelo de retornar al buen salvaje, al hombre de y para la naturaleza, quizá fuera una de las cosas que lo hermanara también con Paul Gauguin, otro pintor-poeta que nos dejó un par de piezas maestras en la escritura: “Escritos de un salvaje” y “Noa Noa”. Podría decirse que esos dos gatos anómalos en un mundo de extrañezas gozaron y padecieron su condición felina de animales libertarios. Y ya se sabe que nadie acaba de tener un gato.
II TRAZO
El caballete en el que monta su inquietante obra Vincent Van Gogh es un trípode conformado por la pobreza, la pasión y la terquedad. La pobreza, que él sobrelleva como un destino fatalista. La pasión, algo que no lo abandonará nunca, hasta el punto de pintar como un verdadero poseído 70 cuadros en pocos días, en lo que parece una milagrosa multiplicación de los ojos y las manos. Y la terquedad, esa certeza de que su único e irremediable camino era, a la par de su misticismo y su vocación por los pobres, engullir colores, atrapar formas y atmósferas, alertar los sentidos.
Por esas tres condiciones de su agreste y ruda personalidad vivió siempre escondido en un seto de sombras y en una soledad blindada por su amor a la pintura, una pasión en la que siempre estuvo a orillas de la locura, sea esto lo que sea desde el ámbito clínico o desde el ámbito del arte, dos estadios que tienen sin duda una relación disfuncional. Era como si de tiempo atrás supiera de la fugacidad de su vida, de una existencia que solamente llegaría a los 36 años. Tal vez esa intuición de su paso raudo por el mundo fuera lo que lo llevó a pintar como si cada día fuera la víspera de su despedida, un adiós permanente. Una frase del surrealista Gilbert Lely, que no la escribió a propósito de Van Gogh pero que le cala muy bien a su talante, aquello de que “el hombre que acaba de llegar a la edad de irse de sí mismo aprovecha cualquier ocasión para quedarse a solas consigo”, parece una divisa para la vida del pintor. Es como si el porvenir solamente durara una semana, y es algo que se siente a lo largo de sus cartas escritas con mucho rigor pero sin pretensiones literarias. Qué bellamente escritas son estas cartas. De ellas dice Fayad Jamís: “la correspondencia de Van Gogh contiene algunos de los textos más bellos que jamás haya escrito un pintor”. Son las letras de alguien más que dotado para la escritura, pero ante todo dotado para la observación y la trasmisión de emociones y conocimientos. El estilo, se dice comúnmente, es el hombre. En el caso de Vincent Van Gogh no hay interrupciones, no hay fisuras entre el estilo pictórico y el de su escritura. Las formas como le describe en su cartas, amorosa y sutilmente los cuadros a Theo, conforman una galería de precisos retratos hablados, atrapados en el registro de un formidable escritor, de un paciente narrador y artesano del lenguaje que tiene una poética propia, se diría que única. Me parece que esto ocurre más allá de una vocación de estilo buscada o pretendida, de tan natural como sucede. Sin duda, valga como reconocimiento, el hecho de que esa poética de sus cartas llegue tan límpida hasta nosotros, en buena parte es debida a la traducción cuidada y amorosa del poeta cubano Fayad Jamís, otro gato de tejado caliente.
III TRAZO
Es curioso que en una de las cartas a su hermano Theo fechada en Ámsterdam un día de agosto de 1877, y en donde toca un tema que no es permanente en él sino más bien escaso y episódico, le cuente un suceso cotidiano relacionado con el suicidio. Siguiendo una recomendación leída en Charles Dickens, le narra que esa mañana desayunó con “un pan seco y un vaso de cerveza”, un condumio parco que según el viejo escritor inglés es una fórmula eficaz para que quienes están a punto de suicidarse no lo hagan y se alejen de tan doloroso “proyecto”. Van Gogh recuerda en esa misiva un cuadro de Rembrandt inspirado en el Evangelio de San Marcos titulado “Los peregrinos de Emaús”. Es una cena ascética y frugal como el paso del tiempo, una obra que conmovía a nuestro pintor.
En todo esto que señala a propósito de sí mismo, lo que más remarca en las cartas es un carácter fuerte, un talante capaz de oponer a la locura que lo ronda, su pintura, su nerviosa pintura y su creadora insensatez, una blindada pero difícil soledad.
Conmueve la manera como él mismo referencia ese carácter levantisco: “soy un hombre de pasiones, capaz de hacer cosas más o menos insensatas, de lo cual me arrepiento a medias. Me ocurre a menudo que hablo u obro con demasiada precipitud cuando sería mejor esperar con más paciencia. Creo que otras personas pueden también algunas veces cometer imprudencias semejantes”. Pero más allá de las que llama imprudencias, ataques de una sin razón, desde su orgullosa humildad nos deja “ciertas telas que aún en el desastre guardan su calma”.
El capital simbólico de su obra pictórica, como el de sus cartas, es invaluable más allá del mercadeo. Ese capital simbólico carece de esoterismos, es la simple y llana posesión de objetos y personas y paisajes eternizados por medio del pincel. Nada de esotérico ni de misterioso, nada de sibilino tiene la pintura de una silla en su cuarto. Realizada en 1888, “La silla” no guarda otro secreto que el que posiblemente intuimos. El amarillo solar de muchas de sus obras ahora se hace paisaje casero con algo de girasol en el asiento, con una simple pipa y un pañuelo rugoso. Nada del otro mundo sino muy de este, de la soledad de los objetos a los que él les da un carácter animista.
Van Gogh manifiesta en una de sus cartas que piensa “a menudo que la noche está más viva y más rica de colores que el día”, pero en su tosca silla reitera su vocación solar, por algo solía decir en un rasgo romántico que había que ir por las tinieblas hacia la luz.
Sobre esa obra no resisto la tentación de reproducir un poema de nuestro poeta Héctor Rojas Herazo. El diálogo en palabras que responde a la interlocución pictórica del holandés a propósito de esta silla que hace parte del amoblamiento del arte de todos los tiempos, dice de esta sencilla manera:
UNA LECCIÓN DE INOCENCIA
Van Gogh pintó una vez
el retrato del mundo.
Allí estaba todo:
las flores que se abren
y las puertas que se cierran,
los días del llanto
y los días del oro,
los senderos y los sueños,
los ramajes y las palomas.
También un niño
mirando dos amantes
y también la hora del nacimiento
y la muerte del hombre.
Para lograr ese retrato, Van Gogh
no tuvo sino que pintar una silla.
La supuesta serenidad de una silla vacía pintada por Van Gogh parece anunciar la llegada de alguien, que a lo mejor sea el propio Theo o su amigo, el soberbio Paul Gauguin, como lo expresa Antonin Artaud. Quizás el pintor holandés hubiera querido al pintar esa rústica silla, plasmar una atmósfera de quietud, pero no previó que esa serenidad podría ser vulnerada o intervenida por un signo desconocido, por un misterio no previsto, como los milagros. Esto, creo, es algo que solo ocurre con las obras pictóricas que más allá de la representación involucran un poder ser, algo incontrolado que ronda su naturaleza para hacerla más vívida, más asombrosamente cierta, como ocurre con la historia que falta ser contada al observar “Las Meninas” de Velázquez.
Tal es el poder de sugerencias que produce ese sencillo y complejo cuadro de Van Gogh, claro y profundo como sus cartas fraternales. Todo brota, diría Aldo Pellegrini, de “una vida interior lacerada”, como lo anuncia en el prólogo a “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”, pieza maestra de otro impaciente llamado Antonin Artaud. Es bueno mirar a manera de diálogo cómo habla el pintor de su cuadro “Café de noche” y más allá de una apreciación de orden crítico, Artaud conjuga lo visto con lo escrito en una carta del pintor.
Van Gogh:
-“En mi cuadro “Café por la noche” intenté expresar que el café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes. En resumen busqué, mediante contrastes de rosa tenue y rojo sangre y heces de vino, de verde suave Luis XV y Veronés en contraste con verdes amarillentos y verdes blanquecinos duros, todo junto en una atmósfera de horno infernal de azufre pálido, expresar algo así como la potencia tenebrosa de una taberna. Y a pesar de todo eso, asumiendo una apariencia de alegría japonesa unida a la candidez de un Tartarín... ¿Qué quiere decir dibujar? ¿Cómo se llega a hacerlo? Es la acción de abrirse paso a través de un invisible muro de hierro que parece interponerse entre lo que se siente y lo que es posible realizar. Cómo hacer para atravesar ese muro, pues de nada sirve golpear fuertemente sobre él; para lograrlo se debe corroer lenta y pacientemente con una lima, tal es mi opinión”.
Artaud:
-“Qué fácil parece escribir así. “Y bien, probadlo entonces y decidme si no siendo el autor de una tela de Van Gog, podríais describirla tan simplemente, sucintamente, objetivamente, durablemente, válidamente, sólidamente, opacamente, masivamente, auténticamente y milagrosamente, como esa breve carta suya... No hay fantasmas en los cuadros de Van Gogh ni visiones ni alucinaciones. Solo la tórrida verdad de un sol de las dos de la tarde”.
IV TRAZO
En ese mismo libro de Artaud reitera que la tela de los cuervos “es una tierra equiparable al mar” y lanza la terrible pregunta: “¿El loco suicida pasó por allí y devolvió el agua de la pintura a la naturaleza. Pero a él, ¿quién se la devolverá?”.
La pasión en Van Gogh se desboca en un torrente de formas y color y un anhelo de pintarlo todo, desde el cartero que traía noticias de la lejanía hasta la mujer que arrancaba zanahorias en la nieve. Desde su carácter refractario a las academias, él, un autodidacta, un maestro de sí mismo, le decía a Theo en una de sus más extensas cartas con sabor a gran ensayo datada entre diciembre de 1883 y noviembre de 1885, que siempre le gustaba ir en contravía académica.
Lo decía así: “”me desesperaría que mis figuras fueran buenas, no las quiero académicamente correctas, si fotografiara a un hombre que cava, la verdad es que no cavaría. Encuentro las figuras de Miguel Ángel admirables, aunque las piernas sean decididamente demasiado largas, los muslos y las caderas demasiado anchos... A mis ojos Millet y Lhermitte son por eso los verdaderos pintores, porque ellos no pintan las cosas como son, de acuerdo a un análisis somero y seco, sino como ellos, Millet, Lhermitte, Miguel Ángel, lo sienten. Mi gran anhelo es aprender a hacer tales inexactitudes, tales anomalías, tales modificaciones, tales cambios en la realidad, para que salgan, ¡pues claro!... mentiras si se quiere, pero más verdaderas que la verdad literal”. Todo lo contrario de la creencia de los artistas reproductores de la realidad inmediata, de los que no se sienten como felinos en el almacén extraño sino como obedientes caninos de la fidelidad y el realismo. Luego de esa filiación a la inexactitud figurativa pasa Van Gogh, el insular, a hacer una férrea defensa del color negro, que de alguna manera se presume ajeno al gusto de Theo y sobre el que aún hoy existen prejuicios de los mismos pintores que niegan que se pueda concebir como color: “¿Es que acaso Rembrandt y Hals no empleaban el negro? ¿Y Velázquez? No hay solamente uno sino veintisiete negros, te lo aseguro”, le expresa a su hermano y de paso a la historia por venir. Esa carta resulta un breve y agudo ensayo sobre las luces y las sombras, un serio estudio de un monstruoso pintor que era una suerte de minero de la luz, alguien que se sumergía en la oscuridad para hallar un rastro luminoso y un rostro verdaderamente humano en los socavones de las minas y la miseria.
El pensamiento de Diderot sobre la pintura en lo que llama “modestas ideas acerca del color”, parece venirle bien a la obra de Van Gogh: “el dibujo le da forma a los seres, el color les da vida. He aquí el soplo divino que los anima”. Solo quiero agregar que muchos pintores “rellenan”, y es una palabra que usa con desdén Van Gogh, las formas con color, y el soplo se apaga en una pintura deshabitada. Son artistas que no se sienten como gatos en un almacén extraño sino como obedientes galgos que corren tras la liebre mecánica.
Juan Manuel Roca
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