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Foto del escritorRespirando el verano

Rojas Herazo: entre Cristo y Sade

Actualizado: 14 oct 2018


Cristo de San Juan de la Cruz, Dalí (1951)


Rojas Herazo: entre Cristo y Sade



Álvaro Marín



El sentido contrario de la sublimación es la afirmación del cuerpo y de los elementos terrestres, la sublimación del cuerpo es la forma de su negación. En la afirmación la materia, su estado orgánico, se rebela contra las formas angélicas para mostrar la herida, el costado humano. Una contra elevación, una caída, el sentido contrario de la levitación se expresa en la poesía de Rojas Herazo, duelo y festejo de la naturaleza humana amenazada, conjuro para espantar la enfermedad, el dolor, los estados febriles y la muerte. La agresión de las formas contra el ángel es rebelión por esa condición del hombre, contra catequesis.


La vertiente reflexiva que ha acompañado la poesía colombiana pasa por Rojas Herazo, su registro no es la versión del poeta atormentado que se entrega sino que se rebela y canta, y acude a la palabra como compañía. Esa materia amotinada que es el poeta escribe como una forma de reacción contra las fuerzas de la aniquilación, hace poesía. La vida, contraria a la muerte, canta. Otra cosa hace la muerte, se solaza en la caída y la aniquilación. La poesía se rebela contra las fuerzas en descenso, pero no aspira a tomarse el cielo por asalto sino a conjurarlo, para que el cielo con fuerzas, dioses y mitos no termine por aniquilar la vida y con ella al hombre; la amenaza también viene del cielo.


En este poeta caribe, el lenguaje cargado de signos religiosos expresa una tradición, pero aquí no hay un afán de santiguar el mundo, de elevarlo, sino de bajar la santidad a escala humana. La santidad es el lenguaje. Al principio fue el lenguaje, luego vinieron los dioses y los sacerdotes que establecieron jerarquías, y nada más lejano del jerarca que el poeta.

Y con toda su capacidad de vuelo, aun con sus alas planeadoras, la poesía no es la palabra, la palabra lo que hace es enunciarla, pero no la descifra. Cuando el lenguaje descifre la poesía será también el fin de la noche. La materia es un angustiado batir de alas, “un oscuro caballo entre sudados símbolos”. Como en Lautréamont, es el mundo orgánico y no dios el que se manifiesta por la poesía para señalar ese otro lado sangriento de la santidad, “el dedo ensangrentado de dios”.

Es el mismo reclamo de Sade por la naturaleza traicionada y destruida, el mismo reclamo de Cristo por el holocausto. Cristo y Sade hermanados en la materia y en el lenguaje. ¿Son Cristo y Sade poetas antípodas que se miran a través del reflejo en la epifanía? Excepto el sueño y la poesía, nada nos queda entre los ojos de la presencia de la epifanía de los primeros tiempos. Nuestro tiempo es lo contrario, y ya ni siquiera es tierra, es materia transformada, mineral lavado, plástico galvanizado, estopa humana.


Buscamos al que se oculta detrás de las palabras, a ese ladrón furtivo que siempre está al acecho del botín y siempre está pobre, ese gran ladrón usurpador y simulador que es el lenguaje. ¿Y no habíamos dicho que el lenguaje es la casa del ser? Nos quedamos otra vez vacíos, la casa y el ser es también lenguaje, una mera aproximación al botín nunca logrado, el lenguaje es un ladrón de imposibles, la mentira solo es posible a través del lenguaje.

Rojas Herazo es un poeta insular, a falta de movimientos poéticos el poeta se vuelve movimiento y presencia, como para decirnos que la poesía es la presencia misma, y lo máximo que podemos hacer es abordar su vuelo sin preguntarnos por la aerodinámica de sus naves.


La materia y el espíritu han sido creados por el deseo, por la fuerza loca de la imaginación que viene con aliento de caballo. El poeta es un caballo, con sus cascos y plumas, “cascos triturando vastos girasoles para licuar el alba”. Pero los caballos odian a los poetas de porcelana y los napoleones de repisa, mejor se van a trotar al abismo, allí donde todavía la sangre tiñe la luz del verano, allí en el solar sucreño en donde están la vida, el cuerpo, la luz, el aliento angustiado. El poeta no es un escritor de poemas.

El caso es que el poeta Héctor Rojas Herazo es, en su insularidad, uno de los pocos entre nosotros que se ha acercado a un sistema poético, cabalgando en la poligrafía y en la pintura. Su religión no es de alas sino de tierra, de saliva y sudor. “A tus alas opongo el racimo, la lágrima y el hueso”. Panteísmo pagano que no se eleva sino que desciende a las cosas, materia bruta que es el poeta, la poesía tampoco es el ángel, es todo lo contrario, ¿habrá un lugar más común que un ángel? La poesía es lo contrario, es La agresión de las formas contra el ángel, contra catequesis. Ya las religiones y el romanticismo buscaron el rastro de los ángeles y nada encontraron, el destino del poeta es demostrar que está vivo, que no ha muerto ahogado en la espesa gramática institucional.


El verbo encarnado


Y ahora vas a hablar de la edad del hombre: el terror. Eres el juguete elegido, y sobre este barro indefenso arriaré el soplo de la creación, sobre esta piedra insolente levantaré mi casa… Así acude el idioma, compasivo y terrible, encarna en el poeta, incursiona en la sangre hablada. Empotrado en las palabras trae la conciencia de muerte. Construye su casa y le da el tiempo que es la casa derruida, traza sus corredores por donde pasea el hombre en su infinita soledad. Y este juguete enervado toma prestadas sus palabras y las hace resonar en el aire como los pasos de lo desconocido.

Héctor Rojas Herazo ha sido herido por el delirio de estas fuerzas, invadido su ser orgánico por la imagen que excava un cuerpo, es el idioma, el espejo desde donde nos habla con su voz abismada de niño antiguo como desde la profundidad de una entraña. Celia es el tiempo contado en todas las formas posibles del sedimento, la luz que sangra en la historia; Héctor Rojas con astillas de esta luz compone un saludo de compañía, construye la casa que los vientos devastan, abre ventanas en el horror de la luz de donde desarraiga las desnudas raíces.

A este dolor orgánico que es el hombre, se le ha dado la palabra, como restitución de una ausencia, la mano que escribe rapta su ración de luz, la palabra es el pan, y es la herida. Y el poeta es el raptado por la luz del idioma.

El hombre es tránsito y descomposición, desde el fondo del lodo sedimentario suelta sus burbujas buscando el oxígeno gemelo en el aire, y en este trance siente la palmada en el hombro, y habla con voz sobrehumana; como, cuando por sobre el hombro nos llama una palmada, en estas palabras del poeta Vallejo aparece el terror presentido por Rojas Herazo como presencia afectiva de la divinidad, el amor como forma compasiva de ese terror que el idioma inflama como una guerra sobre los frágiles pies del hombre, la palabra desciende con la mano amistosa sobre la huérfana humanidad, el espaldarazo de dios. Y empiezas a arder en el idioma, ángel de fuego, y es entonces cuando acude la luz que rapta tus cenizas.

Ya no puedes huir, eres el juguete elegido y tampoco deseas incumplir tu palabra, sabes cómo en la intuición lezamiana que solamente “de la traición a una imagen es de lo que se nos pueden pedir cuentas y rendimientos”. Ahí tienes pues el veneno y las alas. Y también el horror, el vacío, la soledad, el absurdo ¿Cómo no habrías, entonces, de buscar compañía? Ahí tienes para compensar el abismo de las palabras, pero un abismo prestado en el que abrirás tu propio desfiladero. Al fondo, en el baldío sedimentario encontrarás al hombre con su angustia de sal y ceniza. Sí, también la muerte. Y cuando no, la palabra como fraterno saludo de la muerte. La amistad vallejiana con el terror, el cómo, el cuándo.


La escritura es el cuerpo de un sueño, de signos está hecha, de la misma materia del sueño. Escribir es descifrar, entrever, mantener la vigilia en pleno sueño.

Escritas para una conversación en el sueño de Celia están las palabras de Lezama, “apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales, el nacido dentro de la poesía siente el paso de su irreal, su otra realidad, continuo. Vas saltando de la barca a una concepción del mundo como imagen, la imagen como la última de las historias posibles.” La imagen invade al hombre, su signo ha sido escrito con el fuego raptado, su tatuaje está grabado en el cielo de la cueva, de este fuego condensado surgió la voz humana, fue la primera raya en la piel de su sombra, y desde entonces nuestro eterno contemporáneo.

Pero una cosa es el contemporáneo en la historia y otra el contemporáneo del sueño ¿Por qué no nos hemos visto paseando por el sueño de Celia? Porque Héctor Rojas no es nuestro contemporáneo, es un escritor no nacido aún, no presente, no existe para sus contemporáneos históricos que no somos sus contemporáneos mentales; Héctor Rojas está sentado a la mesa futura bebiendo un trago invisible con Lezama Lima, César Vallejo y Juan Rulfo, se embriaga en el mismo sueño con su trinidad paridora.

Crear personajes en la novela es labor de artesano, pero seguirlos como lector sabueso es entrar en la trampa que nadie ha construido, para caer en la casta de los letrados. Atrapar el juguete ingenuo, penderle unos zarcillos, calzarle unos grandes zapatos para hacerlos resonar en el terror de la calle y darle una voz de pato para que haga bulla y ayude a confundir en la algarabía de las vitrinas labor del marchante, pero acudir al llamado de su cencerro, es acción frívola. Rojas no, otra cosa es pulsar las fuerzas que avasallan a los personajes y de las que éstos son apenas lo incidental, la hojarasca orillada por fuertes vendavales. Ahí está Celia descompuesta por temporales sobrehumanos.

Incursiono en sueño ajeno ¿Qué hay en el sueño de Celia?, lo visto es el mundo orgánico, el dolor primitivo, la primera materia hermana del hombre que abre un ojo en la realidad, otro es el lodo sedimentario y otro más ya fuera de la historia. ¿De qué otra manera podría Celia recordar e dolor del momento original de la incursión del ser en la biología? Celia lo sabe, entiende su irrefrenable descomposición, ha visto y ha entendido. Celia no puede detenerse ¿cómo enfriar o fotografiar la imagen de un sueño? Celia, aventada por la fuerza oscura del idioma que habla a través del espíritu vegetativo, Celia se pudre y es el dios del idioma que sufre y vocifera entre las llamas del cordero encenizado.


¿Por qué lloriquea ese violín a que madre llama su voz angélica?


La oficina en forma de cruz gotea sangre invisible, la gota de sangre de pato que vio Federico debajo de las multiplicaciones. Sangra el doctor Estroncio enclavado en la cruz de la oficina, lo acompañan los capitanes y los gerentes de la herrumbre, es el ser orgánico que asciende, como en los desmesurados mataderos, por las escaleras de una maquinaria de destrucción, es el Lura, el barco de la muerte que despliega sus velas en la noche humana, en la noche del hombre indefenso, sin poderes y en actitud guerrera contra la muerte; el hombre en guerra desigual que resiste por medio de la imaginación y de la escritura. Por aquí pasa el viento rumor del poeta Juan Rulfo en donde todos somos fulano, piedra, o ceniza; aquí sólo está el hombre saqueado por la luz, el doctor Estroncio ¿Quién podría llamarse así?

Pero también Franz Kafka estuvo presente en el hundimiento del Lura, vio el vació y arrojó los papeles, el horror manifiesto de su propio proceso, allí están las palabras que le dictó la oscura presencia de un submundo en refriega y pugna con el hombre que hace resonar en el aire el látigo de las palabras como raíces expuestas de lo indefinible. “De ahí el irrealismo, la sombra es su presa” dice Blanchot al referirse a la literatura y al sentido de salvación en la escritura de Kafka… ¿Pero, por qué una crítica de la burocracia habría de terminar con una conversación en la catedral y en la muerte?


Por los desfiladeros de Sade se llega a Kafka y por los laberintos burocráticos al Espíritu Santo, y si bebes de su licor llegas a la silla burocrática de Dios. Rojas Herazo bebió de ese trago trinitario y entrevió la imagen autoritaria y a la vez compasiva del dios que sufre encarnado en el hombre histórico, el espíritu vegetativo azotado y liberado por su propia descomposición, la tiranía del padre en llamas sobre el lomo de los mortales portadores de los mismos élitros de la monstruosa cucaracha Kafkiana, “los sacristanes, gerentes y maromeros que regentan la arquidiócesis, comisarías, planetarios y salchicherías” y en la salida de ésta corte celestial la custodia del rostro castrense de los perros de caza, la arquitectura de un poder anónimo sobre la espalda del amotinado ser orgánico. La historia, es decir, la dictadura, la parafernalia militar de la calavera con kepis.


Celia es reflexión por la imagen, el idioma que pastorea el lodo sedimentario, la fuerza animal del hombre instrumentalizada en poder ¿Cuál es la diferencia entre un grasoso luchador en el ring y un juez de la corte suprema bien peinado?, ¿Cuál la diferencia entre la bestia y el dictador enjaezado? La ley son las fuerzas del acecho, una fuerza superior que predomina y avasalla, cae con todo su rigor sobre el mundo y lo descompone al antojo de la herrumbre y la corrupción. Celia es dios degradado, Celia se pudre y Dios se pudre con Celia, el Dios encarnado sufre autoritario y compasivo la degradación humana y el horror vallejiano de existir.

Cercando el vaho de la atmósfera animal está el idioma, el espacio abismado en donde habita la palabra sola, la sola conversación sin boca ¿A quién podría pertenecer el idioma? El hombre abre el caracol de su oído y ya no sabe lo que escucha, se halla en su orfandad emboscado por el horror y no recuerda su nombre ni su lugar de origen; acaba de salir de un sueño y no sabe hacer otra cosa que acudir al mendrugo de las palabras, o apelar como Héctor Rojas.

Si Kafka aspira a la salvación por la escritura, y Sade al trono mismo de la divinidad, Rojas apela al tribunal, paga y apela ante la justicia. Ante la corte suprema, extenuado, aventado, y encarnado por su fatiga espiritual escucha una respuestas, “desde siempre sabes: no hay término ni llegada; no hay techo para el cobijo ni almohada donde reclinarse. Eres terrible en tu sueño porque no eres nada ni eres nadie. Solitaria soledad que ni busca ni encuentra ni necesita ni merece el descanso. Sin mitigarte, sin posible mitigación otra vez tu miedo, lo que tú verdaderamente eres, lo que sudas y evaporas en tu centro. Otra vez sin ningún aquí… Que el hombre alcance el deseo, siquiera el deseo de querer entender. Eso es todo. Ya no requeriríamos ninguna farsa. Ni siquiera necesitaríamos remediar la caridad o la lástima. Y cada hombre empezaría a entenderse a sí mismo. Y perdonaría y perdonaría en él, a todos los hombres, por haber usado y abusado y sacralizado el terror, por haber usado y abusado con deleite de la propia y extraña desdicha. Y sobrarán las pancartas, las iglesias, los hospitales, los burdeles, las banderas y las comisarías. Sobrará toda la basura que ha aplastado el amor”. Esto escuchó Héctor Rojas en su solar, la epifanía de las gallinas que cantan como gallos, la palmada en el hombro vallejiano. Celia ha visto y ha entendido.


El sueño expiatorio


Por algún lugar de la luz incursiona el ejército de la muerte con la siniestra suficiencia del asaltante, el autoritarismo patriarcal de la muerte, el padre, el Uno, “la hermosa, horrible o temible unidad” vista por Jung. Dios es la muerte, su ubicuidad, permanente presencia, y el demonio es Dios que ha enloquecido, la fuerza loca, “el diablo, con polainas y sable, montado en un caballo cuya memoria ha querido ser menguada por el Espíritu Santo en el parlamento.” ¿Y Celia?

Celia es el centro de ese saqueo, la memoria degradada, es la guerra sobre nuestros pies, es el hombre reclamando el derecho a no hacer de la tierra su enemiga, es la naturaleza y las crepitaciones de su descomposición, el reclamo sobrenatural del ser orgánico por haber sido convertido en campo de guerra, el hombre saqueado por los dioses. Y también, la restitución por la imagen, la ceniza, el cáliz ensangrentado, el pagamento al dios idioma, su invocación y uso de sus fuerzas raptadas a lo indefinible, intuición del mundo sobrenatural señalado en la exhumación de un cadáver, porque un cadáver es también la divinidad. “La tierra, dice Héctor Rojas, no tiene el diámetro suficiente para sostener un cadáver”; igual entrevisión hay en la imagen lezamiana en donde está escrito con el mismo fuego raptado, “mi alma no está en un cenicero”. El tejido mental del americano no ha sido desgarrado de la imagen, de allí su pulsión religiosa y el deseo sobrenatural de libertad absoluta, de la escritura hace una hoguera o una piedra de expiación, la piedra del sacrificio maya al sol del idioma, su reflexión es síntesis por la imagen, alianza del espíritu entintado, manchado con sangre. Religar es crear, es acto contra natura, pero desglosar es exhumar el cadáver y sólo ver el hueso.


Igual está en César Vallejo la escritura como alianza, como amistad mediadora y como fuego raptado, “todos mis huesos son ajenos; yo tal vez los robé”. Vallejo ha visto y ha entendido, y entonces se ofrece en el “sueño expiatorio” como obrero de las palabras, quieres restituir por la palabra, en el idioma como sentido único de la existencia, sabe que su esfuerzo necesita de la desmesura, el dolor en el costado sobrehumano, su tarea de obrero es la de ayudar a construir el Nuevo Mundo espiritual, habitar el idioma como se habitaría un continente infinito, siendo contradicción, el único continente infinito es el del idioma.


Este poema dilatado de Héctor Rojas ha dicho la ruina, la ruina que se construye todos los días, el sucesivo cadáver, el Lura, el barco gaseoso sobre el mar de leva, el divino cadáver navegante que no cabe en el mundo, el Lura desvanecido sobre el agua salada. Absolutismo del idioma en el afán de decirlo todo, hasta su disolución en el silencio, hasta la más esquiva e íntima claridad, hasta entender y ser entendido.

Y sufres con Celia, te duele hasta la invisible entraña, hasta la más oculta raíz, igual al desgarramiento de la amputación de una de nuestras ramas en el primer día de la creación, Celia es la herida de una parición mental, el “sueño expiatorio”, el muñón que duele en la invisible parte amputada. La palabra es dolor diferido, en la oscura noche sientes el terror del vacío y te quedas inmóvil, igual a la liebre que ha visto la sombra de un halcón. Te santificas en ese terror paralizante, todo lo que tiende a la perfección tiende al reposo. Alguna vez sentiste tus ramas completas, por ello sabes que ha ocurrido una amputación, sientes el dolor en la llaga, el vacío de la aparición de Celia, estás en trance, ves por el dolor. Escuchar los desgarramientos de la descomposición, la indescifrable compañía de la muerte, el dedo de dios que señala al hombre con la uña ensangrentada.

Has tenido tu primera noche con la divinidad que no está en las laminillas sino en la santidad de la imagen y en el terror de la epifanía, en esas aves escuchadas desde algún lugar del solar que abren el pico de la luz cantando como gallos. Para entender y ser entendido se ha escrito este largo y sostenido poema, para sugerir lo que ya no pueden decir las palabras y que es expresado con mayor claridad por las simples aves de corral. ¿Y este desmesurado poema sólo para manifestar el terror de escuchar a las gallinas, que cantan como gallos? Sí, para entender y ser entendido, para decir lo que ya no puede ser explicado, lo que no puede abstraerse, lo que no puede atrapar el concepto. Lo que sólo puede ser visto y entendido. Entender es ver, no es desgarrar. “No es que el hombre perciba la santidad –alcanzó a decir Jung- sino que esta lo aprisiona y lo domina. No es que el hombre reconozca la revelación, sino que esta se le revela, sin que el pueda alabarse de una comprensión adecuada”.

Este sueño desmesurado sólo es posible que haya sido engendrado con la ayuda de fuerzas sobrehumanas, o bajo el influjo de un hechizamiento, hechizados son Héctor Rojas y Lezama Lima. ¿Sueño engendrado? Sí, no pueden ser otra cosa Celia se pudre y Paradiso. ¡Novela!, dicen algunos, de la materia expuesta de tales hechizamientos, ¡Novela!, y con eso basta para esquivar horror que produce la entrevisión de lo creado en una entraña invisible.


El hechizamiento primitivo pinta con vegetales el cielo de su cueva. Si Lezama tritura los vegetales, Héctor Rojas llena el cuenco ensangrentado, y acude a la imaginación pictórica que es la misma imaginación de dios, y la mano escritora graba el tatuaje mientras da sus golpes amistosos sobre el hombro, es el acto ritual en el que se revela el Nuevo Mundo, el continente infinito, y allí el poeta levanta la arquitectura descomunal; sobre el Nuevo Mundo geográfico, el poeta construye el Nuevo Mundo espiritual, la revelación del idioma. Lezama entrevió, “No hay novela de Afganistán, ni la metafísica americana. Europa hizo la cultura. Y aquel verso: tenemos que fingir cuando robemos los frutos.

¿Hambre fingida? ¿Esto es lo que nos queda a los americanos? Aunque no estemos en armonía ni en ensueño, ni embriaguez o preludio: el toro ha entrado en el mar, se ha sacudido su blancura y su abstracción, y se puede oír su acompasada risotada baritonal, recibe otras flores en la orilla, mientras la uña de su cuerpo raspa la corteza de una nueva amistad”. El toro raptor de Europa, “amante de su blancura y de su abstracción” ha sido devorado por el mar de otra imagen, y desde el centro de su nueva imagen habla con la voz del recién nacido. Los cangrejos no entienden y prefieren ser buzos en la arena, se ocultan cuando esa voz dice,


Queremos hacer sacrificios y rendiremos lo primero que llegue,

y tenemos que sacrificar a toro, hasta que se pierda en las aguas oscuras.


El toro amante de la abstracción ya ha sido inmolado y hemos llegado tarde a la fiesta, ese día estábamos con los cangrejos. La abstracción y su blancura ya despertaron, sucias en la resaca han salido de una noche espesa atrapadas en la malla de luz; sueñan, no abstraen nuestros poetas.

Europa, cuando quiere soñar se abstrae. Cuando el surrealismo inventaba artefactos y peldaños para escalar el sueño América ya estaba en él, descendía del mito y descargaba en la arena las losas grabadas en el sueño. Algunas se quebraron en su entrevero con la historia, ahora las recompone con pegamentos que halló abandonados en el campo de guerra, con unturas mestizas religa sus partes, mientras sigue buscando su propio sentido el sedimento solar del Nuevo Mundo, y cuando Europa entra de nuevo en su noche, raptada por el toro, y buscando sus pasos perdidos, América despierta y reconstruye su imagen.


La voz del verano


Rojas Herazo no es solo un polígrafo que escribe ensayo, poesía y prosa, su registro se amplifica en esa otra expresión de las artes que ha tenido en el caribe a buenos pintores en donde Rojas nos entrega su pincelada gruesa, con el verdín del tiempo vivido que es el otro matiz de la casa. En Colombia la casa ha sido un tema recurrente de narradores, poetas, pintores y músicos, es un mito raizal y siempre presente en los escritores caribeños del siglo XX. En el verano de la costa caribe Héctor Rojas Herazo abre la policromía de una prosa rica en descripciones de la geografía y la vida del departamento de Sucre; pero el color no es aquí una vasija de las formas, es la luz misma que incursiona en una realidad a la que el poeta sucreño asiste como un niño asomado a un tragaluz, el mismo niño que pregunta:


Espumas, rostros, follajes que dibujáis el día, dadnos,

¡Por fin! La razón de nuestras alas destruidas.


El artista es ante todo un preguntador, y son sus preguntas las mismas preguntas de todo ser vivo, pero hay una eterna y silenciosa pregunta que hace del poeta un ser reflexivo y que formula a través de sus creaciones, sus personajes, o sus metáforas. La pregunta por las alas destruidas y personificada en los personajes de Respirando el verano es la pregunta serpiente que recorre toda su prosa. Estas almas complejas de Respirando el verano están gravadas en aguafuertes a la historia de la casa, y como en La casa grande de Álvaro Cepeda, su narrativa está muy cercana a la síntesis y la poesía, sin desbordes orales ni cuadros pintorescos como ocurre en el lienzo impresionista de los cuadros de costumbres.


Contención del lenguaje, pero también riqueza y exploración del lenguaje, y una vigorosa imaginación es lo que presenta la escritura de Respirando el verano. Y el mar: su cercana y rumorosa ausencia que trae en su insomne galope el secreto dicho al oído de la casa costera que ha de volverse polvo. Síntesis de los mitos caribes, la luz del verano, o de la muerte que desciende en el patio sin cercos de la antigua provincia del hombre: la casa.

Respirando el verano es una versión prosada del tiempo aglutinado en su fijeza y detenido en la piedra sagrada de la infancia, aun la infancia mestiza. Mientras del aluvión andino nos llegan las hojas silenciosas, el silencio en su infinita caída sobre el solar desde las altas ramas del roble paginado de Aurelio Arturo.


Las palabras están vivas, están soleadas, entintadas, grabadas, inquietas en los remolinos de un viento que va orillando su destino a la historia, con esas nervaduras de sangre y nervios que dan cuenta de los pasos de la vida humana. Un tiempo entreverado en los tejidos hechos con los hilos de la sangre mestiza y que dan visos cobrizos, negros, blancos en el lenguaje y en los territorios de Respirando el verano y Morada al sur, escritas en nuestra memoria imaginativa con tintas indelebles.


Prisionero de la luz

Hay un lago de luz empozada en los quicios del hombre; es la intuición, una lente una córnea irisada, y el tiempo que no es otra cosa que la vida traza sus pasos sobre esa superficie temblona. Nuestro tímpano no alcanza a escuchar, pero acuden a sugerir las palabras el sentido de sus alas magnéticas que nos advierten de la presencia de la poesía. Nos detenemos en la orilla en donde el círculo de sus ondas rozan la tierra, se vuelven terrones, se petrifican, se hacen angustia, Ulceras de Adán.

La sangre es de agua y de luz, luego viene el asentamiento del pie en la tierra, la holladura en el mundo genésico. Y nunca antes de detuvo Adán con tan curioso horror como cuando conoció la desnudez de la luz, su vaho de fuego en la disolución de las formas, las trampas de la ceniza. Del fuego es gemela la sangre y la intuición que da origen a la poesía: el mismo fuego de César Vallejo y García Lorca, la desnudez de Adán y el dolor, la ulceración en la luz que es el fuego de la palabra que a la vez que incinera cauteriza. La palabra que jamás servirá de sombra o de refugio sino de incendio porque no es la poesía el gorro bufo de los elementos.


De este mismo fuego raptado viene la voz del poeta, y Rojas Herazo le agrega un timbre, la voz diluviante del bolero: escuchemos su piano estrujado, su vestido blanquinegro ajado por el frenesí de las calles en donde el amor muere transformado en vampirismo en medio de la estación del ruido que es la ciudad, así es imposible escuchar la herida voz del hombre.

Por estas calles de incertidumbre pasa el poeta, mientras camina Rojas Herazo lee un poema de César Vallejo, y los dos llevan en andas su costado sobrehumano: el sueño herido. Detrás levantan la camilla Los heraldos negros. Así van con los huesos y los pantalones ajados, entre el ruido urbano preguntan si Federico ya consumió la ración de luz de su tarrito de avena, mientras espantan a los buitres que bajan de la luz para urticar al hombre.

La poesía se planta en el centro del trigo, hace de espanta cuervos y ahuyenta la cetrería de quienes vienen a negar la vida, mientras se hartan en el mercado con el pan de su trigo. Hermanos de muerte y duro hueso son los caminos de todos los hombres, hermanos en la misma sed Adán vivo y Lázaro resurrecto.



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