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  • Foto del escritorRespirando el verano

A propósito del pintor colombiano Carlos Granada




El arte que se respete debe ser subversivo



Leonidas Arango, periodista


El pintor Carlos Granada nació en Honda el 6 de octubre de 1933, pero El Líbano definió su futuro. De niño dibujaba todo cuando veía y sentía, recogiendo las habilidades plásticas de su padre, también Carlos, un funcionario oficial y artista plástico aficionado. Las subiendas en Honda eran abundantes y su mamá, Rosabel Arango, le daba al niño un canasto para que lo llenara con pescado. Él entraba al río Magdalena, sumergía el cesto dos o tres veces y regresaba a casa con la proteína del almuerzo. Los Granada vivieron en el puerto hasta cuando Carlos terminó la primaria en el Colegio Santander, y después se radicaron en El Líbano y se integraron a la extensa familia materna.


Jugaba a pintar las imágenes de la violencia en el pueblo en que vivía –El Líbano, Tolima– y me impactaron tanto que me supe pintor el día que vi la muerte y descubrí la tortura en esa zona cafetera tan azotada por la guerra. Entendí desde entonces que debía contar la vida a través del erotismo y alternamente testimoniar el horror que sacude nuestro territorio.


Asistió por un tiempo al Instituto Isidro Parra, pero a la edad de dieciséis emprendió una vida de aventura y sobresalto. Recordaba que fue contador de la Caja Agraria en Villahermosa y empleado en los muelles de Buenaventura hasta cuando llegó a Bogotá para trabajar de día y estudiar de noche. Terminó matriculándose en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional.


En Bellas Artes no había restricciones y los estudiantes teníamos derecho a todos los materiales, fue mi época de grandes experimentaciones. Recuerdo que se le prohibió al almacenista darme óleo rojo por mi propensión a pintar con ese color, y me las ingenié para procurármelo mediante trueque con los compañeros. Era tan generosa la facultad que uno podía reclamar las telas del tamaño que quisiera y de allí me quedó la inconveniente costumbre de pintar en grandes formatos.


Su obra llamó la atención y vinieron los primeros reconocimientos: entre 1957 y 1959 expuso en los Salones de Artistas Colombianos y representó a Colombia en la Bienal de Venecia. En el 12 Salón de Artistas Colombianos ganó una beca de la Embajada de España que le permitió viajar a Europa por dos años y especializarse en pintura mural, grabado y vitrales. En Madrid realizó una exposición individual, tuvo y su primer matrimonio y regresó fortalecido a desafiar la mojigatería nacional agitando su doble cosmovisión del erotismo y el horror, de la vida y la violencia.


Es necesario pintar la vida y la muerte, los extremos donde se define la existencia. La mejor pintura está en los suburbios, en la solidaridad humana, en las calles y barrios, en las pasiones y esperanzas de la gente común.


Ataques también le llovieron por la partida doble de censura y represión. A mediados de 1960 los directivos de la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá le ordenaron retirar siete de los cuadros que exponía porque «perturbaban la moral pública». Granada y medio centenar de alumnos de Bellas Artes de la Nacional irrumpieron al solemne recinto y descolgaron todas las obras de la muestra gritando consignas contra la hipocresía burguesa y la asfixia religiosa. La protesta se reforzó con varios usuarios espontáneos de la biblioteca y todos emprendieron por la calle Once hasta la carrera Séptima una marcha encabezada por enormes óleos de cuerpos mutilados y desnudos grotescos. Las obras censuradas fueron expuestas a la intemperie primero en la esquina de la Avenida Jiménez. De todas partes brotaron manifestantes que se turnaban para treparse a un atril de control de tránsito a lanzar arengas torrenciales contra la autoridad, los obispos y los políticos y a proclamar la necesidad del arte en libertad.


La manifestación se desbordó. En minutos llegaron camiones antimotines de la policía y pusieron en estampida a los estudiantes que corrieron con los cuadros hacia otro punto donde instalaban la muestra errante, que durante varias horas fue pasando de esquina en esquina para terminar invictos en el estudio del pintor. Granada estaba poniendo a prueba su coherencia: «El arte que se respete debe ser subversivo». Pero también reincidente:

Durante la alcaldía de Virgilio Barco me cerraron otra exposición colgada en el Parque de la Independencia. Por el escándalo que se armó, el director de una galería se interesó en mi obra y al inaugurar la muestra asistió tanta gente que rápidamente llegó la policía. En ese momento para mí comenzó un proceso kafkiano donde se me atacaba una vez más de atentar contra la dignidad pública. Recuerdo de este episodio no solo la prohibición de las directivas del periódico El Tiempo a todos sus redactores de mencionar el suceso, sino las constantes citaciones a declarar, expedidas por uno de esos jueces imbéciles y de doble moral que abundan tanto en nuestro medio.


En 1962 tomó parte en una exposición de pintores neo-figurativos en Washington y realizó una muestra individual en la Unión Panamericana. El año siguiente mostró en la Biblioteca Nacional 24 dibujos titulados, por supuesto, La Violencia, y fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes donde se había formado. Allí puso en práctica un método muy suyo:

…a varias generaciones les di clases en bares y burdeles, y no precisamente en aquellos sofisticados que frecuentaba Toulouse Lautrec, porque mi intención era que aprendieran que el arte es un latido, una respiración.


Entre controversias ganó el primer premio en el 15 Salón de Artistas Colombianos. Para entonces ya era blanco de lo más encumbrado de la crítica, desde Casimiro Eiger y Marta Traba hasta la columnista que muchos años después afirmó que una exposición de Granada «olía a moho» y que fue «un artista que se apagó hace mucho tiempo … nada aporta en nuestra corta trayectoria, nada deja más que un testimonio de un valiente que se le olvidó que el tiempo pasa». La comentarista no se daba cuenta que el artista llevaba tiempos respondiéndole que:

…en este país el arte ha sido doblegado, arrodillado a las clases dirigentes o a las imposiciones económicas. Es, para decirlo con claridad, complaciente y débil. Los museos y las grandes galerías se convirtieron en instituciones oficializantes del artista y no en sus verdaderos promotores, como debe ocurrir. Han impuesto una cultura petrificada, de formas convencionales, al servicio de una fácil imaginación. Arte comprendido es arte muerto. Nuestra sociedad fue asimilando a quienes no tomaron la rebeldía como su profunda actitud de vida.


En 1964 expuso veinte cuadros en El Callejón de Bogotá, mostró su obra en Barranquilla y participó en el IV Festival de Arte de Cali con su prédica sobre violencia, vida y muerte, machacando frases lapidarias de su marca:


Debemos aprender a mirar hacia adentro y hacia atrás si queremos sobrevivir … El artista tiene que ser la persistencia de la memoria ... La verdadera obra de arte no está en los museos, así como la literatura no está en las bibliotecas. Quizás es allí donde muere.


A pesar de su convicción, la obra de Carlos Granada palpita en el Museo de Arte Moderno de Bogotá y en la misma Biblioteca Luis Ángel Arango que lo había censurado, en la Unión Panamericana de Washington, en la Casa de las Américas de La Habana y en colecciones públicas y privadas de muchas partes.


Desde 1977 fue director, por dos años, del departamento de Bellas Artes y del Museo de Arte de la Universidad Nacional. En plena madurez fundó con otros artistas el Centro de Investigaciones Plásticas Taller 4 Rojo, un centro de arte que apoyó la difusión cultural y política de las movilizaciones estudiantiles, obreras y campesinas, y no se dejó abrumar por la actividad artístico-política ni olvidó los vínculos con su tierra, su pueblo y su familia libanense. Cuando le falló la salud y tuvo de cerca a la muerte, tan íntima en su obra, recibió de su hermano Jaime un riñón que lo regresó a la vida, a «la memoria, la única alianza que no podemos romper, porque sería desastroso que el hombre olvide sobre cuántos huesos y cenizas está parado».

Una mañana me anunció que se retiraba a Santa Marta a descansar y que allí esperaba con los brazos abiertos a sus amigos y paisanos. No me llegó la oportunidad (ni la plata) para viajar al Caribe a recibir de Carlos una lección más de integridad y coraje porque la muerte, ese «extremo donde se define la existencia» que había conocido siendo un niño en El Líbano lo reclamó en Bogotá a finales de febrero de 2015. Tenía 82 años bien luchados.


Para el historiador de arte Eduardo Serrano la obra de Granada «es el alegato más beligerante que se haya hecho contra la violencia en Colombia. Sus personajes masacrados, mutilados y destripados constituyen la figuración más cruda y urticante del arte nacional en los últimos años».

Ese fue el legado artístico del pintor. Carlos Granada dejó un testamento político en el reportaje que concedió a la revista Común Presencia:


El atropello a la cultura no tiene límites en este país. Los políticos nombran funcionarios mediocres para los cargos culturales invistiéndolos, para nuestra desgracia, de un carácter eterno, porque al parecer nunca son removidos. El silencio es utilizado contra las manifestaciones artísticas más audaces mientras los medios de comunicación pretenden instaurar un mundo de autistas. Y, como si fuera poco, algunos de nuestros intelectuales se han derechizado, deshumanizado, e incluso ya no es extraño verlos defendiendo al fascismo o al paramilitarismo. ¿Qué más podemos esperar?

¿Dónde está el moho?



Se utilizaron textos de: Carlos Blanco Botero, «Plástica erótica, critica y violenta», diario El Nuevo Día, Ibagué, 1999; «Un pintor maldito», Revista Guion, Bogotá, No. 51; Revista Común Presencia, Bogotá, No. 13.

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