El poeta César Dávila Andrade nació en Cuenca, Ecuador, en 1918, ciudad aldeana por entonces donde ejerció la docencia. Esa aldea le resultaba de alguna forma una especie de corsé, de traje demasiado ajustado para una pasión desbordada y decidió en los primeros años de la década del cincuenta trasladarse a Caracas, ciudad en la que debió acudir de manera infatigable a los diarios, a las salas de redacción para hacerse a una digna subsistencia.
Llegado a la capital venezolana encuentra en el periodismo su sustento. Escribe textos de temas y géneros variopintos que van desde la crónica al reportaje o desde la entrevista y por supuesto unos versos de acentos esotéricos, de acento muy personal. Es precisamente esa visión esotérica del mundo la que le otorga misterio y poder a su palabra, a esa voz que al decir de su amigo el notable poeta venezolano Juan Sánchez Peláez, lo hiciera ejercer una “viva protesta contra lo que se designa comúnmente como la realidad”.
César Dávila Andrade es uno de los imprescindibles poetas ecuatorianos de todos los tiempos y uno de los raros, para decirlo en un guiño a Rubén Darío, de la poesía latinoamericana.
Murió en Venezuela al finalizar la década de los sesentas. Quizá se fuera a morar en su “catedral salvaje”, “en la callada tierra de azafrán de los muertos”.
Juan Manuel Roca en “Cerrar la puerta”.
Muestra de poetas suicidas, Ediciones Hölderlin. Medellín, 1993
VECINDARIO
A veces miro la blanca ropa de llorar
tendida en el valón de la Virgen María.
Ella iría al pueblo por aceite o por harina,
o por pasar el tiempo que le falta
está a estribor del paraíso.
Siempre, en la tarde, escucho un clavicordio
en el que aprende música una niña.
Y aparece una ciega en la luna,
cada cien años recogiera
la mano cercenada de otra niña,
muerta antes del Génesis.
Y cada día miro mi cadena,
enroscada en el fondo de un cajón.
le digo: ”madre, madre, te quiero”
Ella mueve la cola con afecto,
y de ternura le rechina la serpiente.
HOSPITAL
Siempre hacia las dos de la mañana,
Llega la muerte al hospital.
En la puerta levanta su osamenta derecha,
saludando,
y me sonríe su más sincero yeso.
Algo tiene del Sur del mundo en la mirada,
y algo que es
como una cosa en la que todos se hallan
mudos, rezando por todos los sótanos.
Tiene algo de maíz blanquísimo, de miedo;
y algo de pestañeo de tijeras.
Su nariz luce siempre la gracia
de la pequeña violeta mojada.
Siéntate a la cabecera de mi muerte
y me besa con su alma desdentada.
Luego, como es costumbre suya, monologa.
“Ha esta noche no tengo a quien amar,
no tengo a quien matar”
“Si algún agonizante me pidiera ayuda,
le mataría con toda mi ternura”.
“pobres muertos, van llorando tras sus enterradores”.
Vuelven, de noche, a sus cadáveres
y los hallan cerrados”.
“Entre en las alcobas de los novios
y presencian, temblando, los combates nupciales”.
“Tienen castrado ya su corazón de calcio.
Y todas las mañanas, a las tres del alba,
deja la muerte el hospital.
Duermo.
Me sueño el pulmón izquierdo,
como una cometa de unas vacaciones
que murieron de brisa natural.
Luego me enseño ambos pulmones,
Como a dos ángeles, arrodillados
Frente a frente,
A los lados del sagrario:
Le adoran a Él y si ríen de Mí.
Ahora las hermanas pasan ya con sus cisnes
Divididos
Sobre las cabezas:
Con los pechos serrados y secretos,
Tras sus corazas de almidón y lienzo.
El día es largo como el etér.
La tarde se prolonga como un fémur.
Por esto los muertos dejan la comida
Para el día siguiente,
y sus planos se enroscan como perros
Que han perdido el hambre para siempre.
¡Que bella es la saludad un día antes de la muerte!
Y otra vez, a las dos de la mañana,
Entra la buena. Me besa con su boca de dos teclas
Y me dice que esta noche no tiene a quien amar,
Que no tiene a quien matar.
Luego se pone el hueso nuevamente,
y se aleja llorando por los muertos.
CENTINELA
Sin un solo suceso, la Noche
Hace el vaciado de su calavera, y
Los más duros ángeles,
Desprovistos de sus armas y sus
Responsabilidades,
Se acuestan sobre las alas plegadas
Como en una nueva cuna. Pero los terribles
Salvadores de la carne del mundo
Empuñan fuego y retroceden milenios
Para ordenar osarios y matanzas,
De acuerdo con la temperatura y las velocidades
Del estroncio venidero… ellos deben
Nuestro sueño,
Putrefacción de luna y diurnas contiendas.
Y solo aquel uno,
Poetas con sortija de muladar labrado en rosca,
Escuchando el millón de grillos
Que revienta de un solo amor,
Sólo el
Dispone de los más hermosos días
Durante el tiempo de la noche antigua.
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