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  • Foto del escritorRespirando el verano

Tres poemas de Elisa Díaz Castelo



La muerte y la doncella. Egon Schiele, 1915.



Caída


Si una persona cae libremente,

no siente su propio peso.

Albert Einstein


luego de caer y caer tanto

a pesar de estarnos quietos, apacibles,

en el viejo sillón, llenos de nuestros cuerpos,

luego de aprender que nada está, realmente,

quieto, de saber que la caída no termina, luego

de retar a la noche en decúbito supino

y saber que aún así caemos,

luego de tanto caer a ras del suelo,

luego de por tierra ser cortados,

luego de caer tan abatidos

en un vértigo de células caducas,

cada segundo un poco menos,

cada mes desangradas, casi otras,

luego de comprender que nunca

hemos tocado verdaderamente

fondo, luego de escuchar la caída roja

de la fruta en el pasto

y saber de pronto la gravedad de las cosas,

luego de decir de este árbol no comeré,

luego de multiplicarse nuestro dolor

en progresión geométrica y mirar

el efecto de la caída en vasos,

platos, floreros y de fragmentos

discernir la forma, de esquirlas, esquinas,

luego de atravesar calles a destiempo,

buscando hacer pie en los vendavales,

en la ciudad sin fin ni nacimiento,

cayendo al principio de las cosas,

desplomándonos cada segundo en círculos,

involucrados sin permiso en el girar de la tierra,

en su inclinarse al sol debidamente

luego de este caer concéntrico,

empedernido, esa

otra caída a todos lados,

el desplomarse de planetas

que olvidan el consuelo de sus órbitas,

soles errabundos y sistemas,

galaxias

que se expanden

y se enfrían,

cayendo al fin

sin ningún referente,

sin punto fijo

que nos diga cómo,

qué tan rápido

caemos, enfermos

de esta gravedad ajena,

de esta velocidad

desperdiciada, incrédulos

de que así se sienta la caída,

de saber que aún ahora

caemos

inmerecidamente

abandonados

al abrasivo canto

de las estrellas

a su insistente

diálogo de luces,

luego de pensar

que a lo caído caído

y atenerse,

aunque no quede

ni un ápice de duda

donde colocar

la cabeza

o el cansancio,

luego



Acta de defunción


Sabemos dónde acaba la vida: arritmia

palidez respiración sin rumbo

danza de instrumentos últimos auxilios

y el corazón una caja de metal

que se hunde en el océano. A las 22 horas

45 minutos exactamente.

Fibrilación paro respiratorio.

El oleaje de las sábanas contra el costado

la colcha continente de escarpadas montañas

el camisón blanco levantado hasta arriba

una soga al cuello

los párpados anudados sobre los ojos.

Podemos decir Aquí

empezaron los latidos a dialogar con la sombra.

Aquí acabó tu vida.

Aquí el corazón oscureció

hora y minuto cerrándose por última vez.

Mapeamos tu muerte con nuestra sangre profunda

como una astilla caliente.

Para

detener nuestro asombro

para recordar respirar. Marcamos

tu muerte con su momento dado referimos los datos

de fallecida y fallecimiento hora y minuto

como se escriben las coordenadas

de una tierra fantástica una isla

a la deriva

atamos un hilo al momento de tu muerte

y fuimos hacia adentro de nuestros días.

Como si se pudiera

regresar.

Adentro de tu cuerpo ya era afuera

la sangre se te quedaba quieta.

El corazón había perdido su gravedad.

Y me prometiste no morir. Vivir

es prometer no morir amar es.

Todo el tiempo cumplimos la ruptura de nuestras promesas.

No dijiste que no morirías

pero tomaste mi mano y dibujamos juntas

caminamos en el parque y leímos

los nombres de los árboles.

En el instante de tu muerte

cientos de pájaros se estamparon contra el vidrio

sus cuerpos redundantes de sangre.

En el instante de tu muerte

se doblaron las cucharas en la cocina

y se cortó la leche.

El gato dejó un canario muerto a mis pies.

Por suerte se encuentran asentados

los datos de la finada: lugar

del fallecimiento

destino

del cadáver:

inhumación.

En el instante de tu muerte

me miró el Jesús que tenías colgado en la escalera.

Las conchas que coleccionabas empezaron a sangrar sal.

Masaje cardiaco paro respiratorio. Vidriasis.

El reloj de la sala se detuvo.

Y sabemos

exactamente dónde en cuál sitio del tiempo

en qué momento del espacio moriste.

Si despertamos un día con la duda

podemos de esa forma despejarla.



Mapa de cuerpos invisibles


Hay estrellas que son actos fallidos. Estrellas que nunca llegaron a serlo, que nunca llegaron a sí mismas. Por ser demasiado pequeñas desde un inicio no pudieron. Por ser demasiado densas la luz no pudo: se quedó quieta en el centro del cuerpo. Pequeños astros de sombra pueblan el vacío. Nadie los ve y sin embargo. Ensimismados y densos, pesadísimos, bailan su desequilibrio en el espacio. Son los fetos insomnes del universo. Son casi lo que serían, pero se abstienen. En el sueño tenía un tumor en el ovario, me lo decía mi madre en un susurro. Un cuerpo que era mío me había crecido adentro. Es el niño que no tuve, me dije. Ahora mismo, y aunque nadie los mire, esos astros brillan con su apenas luz. Son morados, rojos, vibran en tonalidades apagadas. A la distancia, invisibles. Uno de ellos se mece cerca del sistema solar. Moroso. Esquivo. Es el niño que no tuve, me dije. Giran y están llenos de huesos, buscando planetas que los adopten, queriendo ser el centro de algo. Quizá todos somos un poco como ellos: un aborto de nosotros mismos, una estrella fallida. Se quedaron a unos metros de su nombre. No han podido brillar y consumirse. En lugar de eso, se arrugan como una fruta en el refrigerador, se concentran en sus cuerpos, se enfrían. Muchos de ellos están a la temperatura de la piel humana. En el sueño, mi madre me decía el nombre, su casi nombre, pero yo no lo escuchaba. Soñé con el procedimiento. El código recto del cuchillo, la paloma negra, el cuerpo que se vuelve sólo cuerpo y brilla en su penumbra. Un tumor es quizá un hijo que no nace, cuerpo adentro, un hijo que insiste. Un sistema fallido. En el sueño, me daban el tumor redondo y yo lo sostenía entre mis manos. Somos lo que casi fuimos, dije. El niño que no tuve. También. En algún sitio, su cuerpo sin brillo, redondeado a una edad que nunca. Creció pero esférico y preciso, apenas tibio. Mi vida es un mapa de su ausencia. Una constelación de estrellas interrumpidas que insisten.





Foto: José Ángel Leyva

Elisa Díaz Castello. Poeta y traductora mexicana. Estudió Letras Inglesas en la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM y cursó la Maestría en Literatura Creativa en la Universidad de Nueva York (NYU) con el apoyo de las becas Fullbright y Goldwater.

Fue becaria del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para las Culturas y las Artes FONCA 2015. Además, recibió la beca en poesía de la Fundación para las Letras Mexicana (FLM)2016.

Obtuvo el Poetry International Prize 2015 de la revista Poetry International y el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017.

Ha publicado en revistas nacionales como Los Bárbaros, Periódico de poesía, Tierra Adentro y Sobremesa, entre otras. Sus poemas en inglés han aparecido en Tupelo Quartely Poetry International.

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