Caída de los ángeles rebeldes. Pieter Brueghel, el Viejo, 1562
Sobre la poesía de Charry Noriega:
La urgencia, ya no de nombrar las cosas desde afuera, de describir lo que pasa, sino la necesidad de ver y hacer ver lo que se queda allí sepultado, lo que el dolor apabulla en nosotros; la necesidad de conectar el sentir con el decir, desde los huesos, desde la carne misma, en medio de la luz cotidiana de un país cuya realidad apenas si rozan nuestras palabras. Acaso sean ellas el impulso, la fuerza que sostiene en este tiempo de precaria humanidad el ejercicio de escribir poesía, de leerla, de mantener entreabierta siempre esa puerta dibujada en la pared.
Camila Charry escribe para salvar el abismo que separa con violencia su más íntima experiencia vital de lo real que se desteje a diario en lo indiferenciado, y ante lo que muchas veces los ojos y las bocas, por temor, insensibilidad o desdén, tantas veces callan.
Leyéndola, uno siente la tensión que aquieta el aire, descubre los paisajes desolados en los que se revela desde el vértigo —o la semipenumbra inquieta del sueño— la verdadera naturaleza de un mundo en el que somos a la vez ceniza y luz, fragilidad y asombro, muerte inapelable y conciencia que fija un sentir. Y en esa tensión se desnuda entonces nuestra propia vulnerabilidad, tanto como la verdad que aún puede habitar en lo sagrado —no en los dioses—, inseparable de “todo lo que desaparece” y lo que vuelve a nacer bajo el sol.
Lucía Estrada
Centro de la casa
Finalmente descubrimos que corremos en pos de sombras tan efímeras como inconsistentes y no podemos encontrar nada que sepa satisfacer a la nostalgia…
Arthur Schopenhauer
La casa queda en la frontera.
El salitre sustituye la materia
que los ojos en otro tiempo
llamaron luz.
Sobre la piedra hundida
el salitre, por el peso de la hierba
se coagula.
Hemos olvidado todo.
Quisimos echar el río atrás,
devolverle a los huesos su peso,
recobrar el aire que los suspendió un momento
y los batió ahogados entre la carne.
Pero la casa en la frontera
fue devorada por la hierba
y las fieras la habitaron.
Las vimos acomodarse,
abrir sus fauces,
tajar lo que quedaba.
Nos sucedieron y olvidamos.
La médula rebanada
bien adentro,
siempre fue el centro de la casa.
Meditación
Aquí fumando,
mal hábito deseado,
el letargo es contingencia.
Estirar la mano entre el humo y el cenicero,
amputar la ceniza y de la incisión
extirpar el signo.
Los malos hábitos
se aprenden a escondidas,
mirar bajo el vestido de una monja,
en el vino encontrar la salvación
y ante el gesto generoso de los hombres
confirmar la inexistencia de Dios.
Pertenece al artificio,
a la civilización,
el escándalo.
Por acá, solo el humo que fluye,
la pena del fósforo que no atina
al cuajo.
Cuánta carne sobre la tierra.
Cuántos coágulos.
Apariciones
Qué mueran los dioses, pero no ese temblor de las hojas donde nacen.
Nicolás Gómez Dávila
Como signos los dioses,
su voz sin polvo en las palabras
su voluntad que se vacía y reverbera sobre la vegetación
después de la lluvia;
su ardor en el corazón de mi perro que palpita;
en el reverso de un derrumbe
que quiebra la razón de lo dispuesto a caer.
Están los dioses en las cosas más sencillas.
En la tenacidad del sol
que incendia la tarde y muere trágico
sobre la carne y en los ojos.
En el cuerpo que se hunde entre la hierba
agitada por el viento que ondula;
en esa limpia ceremonia
que es abrirse el pecho y pasar
lenta la lengua
hasta que ese tentáculo prodigioso
de las entrañas descosa la canción.
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