Remedios Varo. Revelación o el Relojero, 1955.
Del escriba
Mientras escribo me escribo. Soy el que ha gastado horas eternas con la tinta de la noche para dejar en el papel del día la memoria de los hombres. He escrito sobre el desierto y cada punto final es un grano del mismo. Líquidas han sido las letras que del mar hablan y de angustia cada vocablo cuando del olvido se trata. Algunas veces soy la grafía distante que juzga. Otras, la letra que enaltece el amor. Casi nunca he sido la letra que al hablar de lo justo se trata. En mí están todos los alfabetos y he ensayado horas enteras complejas caligrafías que me llegan de lejanos pueblos. Con sangre he escrito sobre cruentas batallas. He celebrado el triunfo de la muerte. He celebrado con la savia de los árboles de primavera la consagración de la vida. Soy la grafía estelar. La grafía de tantos y tantos tiempos que ya en ella me pierdo. He escrito epístolas de dolor, de rechazo, de sentencias. La más de las veces mi mano tiembla. En algunos momentos mi mano se solaza con lo que escribo y me siento como si acariciara una paloma perdida. He dado orden a obtusos pensamientos. He reordenado los astros y sus movimientos. He asistido a la asamblea donde hombres confabulan contra otros por el poder. La muerte me dicta también sus arbitrios. Oficiante de antiguos alfabetos soy en esta habitación en penumbra. Sólo el candelabro me acompaña y con su luz escribo un horizonte mejor para las generaciones futuras. Escribo ahora, poseso de las sílabas, escribo sobre la piedra del sacrificio. Así la escritura. La letra que me acompaña pule mi sangre como si de un diamante se tratara. Escribo con sangre, con la misma que he visto correr, como ríos de tinta, en las batallas, con la misma sangre que le he arrebatado al ocaso malva, con la misma con la que pondré punto final a estos folios con los que escribo mi vida.
Del relojero
Doy cuerda a los relojes del mundo. El tiempo me tiene envuelto en su sonido de eternidad. Cuándo llegará mi hora. Lo he preguntado una y otra vez. Desde el primer momento en que di rumbo a las horas, las que para unos han sido lúgubres, las que para otros han representado una manera de sentirse eternos. Voy dando cuerda a los relojes del mundo. Y todos me miran con desconcierto. Detenidamente se quedan mirándome como si fuera el verdugo o el salvador que, desde esa pequeña maquinaria, recuerda a todos lo breve de su paso por estas tierras agrietadas.
Nunca me he preguntado si he sido justo o no. Tampoco tendría por qué hacerlo. No encuentro nada más justo que el tiempo. Nunca me he preguntado dónde está la ruptura de la continuidad que lo define. Esa es su esencia. El tiempo con sus barbas largas, larguísimas, no se hace preguntas. Sólo fluye. Hila sus frases de piedra sutil mientras los demás hombres aceitan su maquinaria danzante. Todos van de prisa. De un lado a otro los veo a todos moverse presurosos, queriendo alcanzar lo inalcanzable: acaso un mendrugo de eternidad, acaso un poco del pasado mismo que los arrastra hacia un final inconquistable.
Nada me separa del pasado, del futuro o del presente. Estoy, lo sé, en un mismo punto cumpliendo la función asignada: dar cuerda a los relojes del mundo. Por lo que no me atraso. Por lo que no me adelanto. Estoy en la hora fijada. Siempre estoy fijando la hora. Siempre estoy en el centro mismo del tiempo. Dando cuerda a los relojes y recordándoles a todos que él es el único que no se detiene. Que fluye. Que fluye. Que fluye. Acuérdate, acuérdate, acuérdate: él es tu único amo, dueño y señor. Y yo seguiré moviendo su maquinaria hasta que me llegue mi hora.
Del jugador
No me canso de tirar los dados de la vida. A cada golpe puede resultar la ventura o el infortunio. Mi vida ha sido enaltecer el azar. Me veo en la baraja de los días buscando lo que sin certeza se me ha perdido: desesperanza, angustia, desconsuelo. Pero también un inconmensurable deseo de que por fin el azar sea generoso conmigo. Para alcanzar lo que he perdido tentando las probabilidades tantas y tantas horas.
Me digo que he pasado las horas arañando el infortunio. He visto hombres salir de este lugar sin nada. Han perdido hasta su nombre. Y el pasado ni siquiera lo pueden recuperar. He visto seres asustados porque la suerte los ha abrazado y a quien abraza la suerte, también lo asalta la desgracia. Perdidos caen como un tronco viejo y seco en la locura. Caen para no volver a tener nombre. Para no volver a tener nada. Sólo el silencio y el camino incierto que se ilumina con el amanecer. Pero yo he perdido y he ganado. Y esto lo he sentido también con el amor. El mismo que me rompió el cristal de las ilusiones. El mismo que me partió el corazón de la baraja incierta y despiadada con el olvido y el adiós. Así mi vida cae como estos dados. Se agita como la baraja de esta vida mi vida. Sin que sepa ya nada de nadie. Sin que pueda volver a ver el sol. Sólo con el frío de la noche tentando sin clemencia al azar. Tentando una y otra vez la ruina, la desgracia, la ambición. Dejándome llevar por el humo de los números. Por la sangre turbia de las cifras. Por la impaciencia del triunfo o la desgracia gélida y repentina.
Así pasan mis días. En la penumbra de la suerte. En la incertidumbre del azar. En el orden aleatorio de las fuerzas del destino. Así mi vida cae como estos dados que buscan el golpe de gracia. El golpe que me separará de la vida misma. La suerte está echada.
Juan Diego Tamayo Ochoa. Medellín, 1968. Licenciado en Lingüística y Literatura (UPB). Magíster en Filología Hispánica. (Instituto de la Lengua Española de Madrid). Ha publicado el libro de poemas: Los Elementos Perdidos (Poemas. 1986- 1998) y X Monólogos.
Co-fundador del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Ha sido invitado a diferentes Festivales Internacionales de Poesía.
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