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Foto del escritorRespirando el verano

Tres poemas de Juan Manuel Roca



Saturno devorando a uno de sus hijos. Francisco de Goya, 1819-1823



Sobre la poesía de Roca:

“Después de soledad y solidaridad, humor es la palabra que más suele visitarme en los poemas de Roca. Pero el humor de Juan Manuel nunca viene solo, sino acompañado con la misma irónica y descreída forma de la que hace gala en su trato”.

Eduardo Chirinos



ARENGA DEL CUERPO


I.

Ocurre que Roca me invade hasta el cansancio. No me deja respiro, me hurga y examina como a un raro pajarraco: no le basta con traerme noticias de su espejo.


II.

Harto estoy de su cruenta dictadura, de su manía de exhibirme por el mundo como un perro de lujo, como un galgo.


III.

Harto estoy de me habite, de que cambie el oro de mis días por migajas de milagro.


IV.

Ocurre que a veces me invade con voces de poetas ausentes, con jerga de poetas que guarda en mí como si fuera un viejo y simple armario.


V.

Por las noches me arroja en su cama como un pesado saco mientras duerme a pierna suelta en sus laureles.


VI.

Si no lo arrojo desde la terraza, es porque no quiero darle el gusto de saltar conmigo al vacío, conmigo y la sombra que llevo pegada a mi destino.


VII.

Si no lo arrojo desde la terraza, es porque no quiero darle el gusto de saltar conmigo al vacío, conmigo y la sombra que llevo pegada a mi destino.


VIII.

Me aburren sus chistes -que conozco hasta el cansancio- y sus decires, y sus poemas, y ese aire seguro de pequeño faraón de su pobreza.


IX

Pero ocurre que a veces me desarma: hay que verlo cuando me acerca a su muchacha, cómo se agazapa en mí, como esculca en el bolsillo del corazón su mejor habla.


X.

El pobre Roca no tiene remedio.



LOS VIEJOS TRATOS


Nunca supe a quién culpar del mal gobierno de mi cuerpo, un entrometido que no me servía de guía en las ciudades, porque queriéndolo llevar de paseo por los parques siempre me arrastraba hacia los bares. Nunca supe en verdad quién a quién arrastraba, pero su repetido paisaje me aburría: la misma cara matinal en el espejo, la misma sonrisa ladeada y presuntuosa. Suponía que al fondo de mi piel, adentro de mi precaria armazón, crecía un país de vastas llanuras y hondonadas, pero no sabía a ciencia cierta si su único habitante era gobernante o gobernado, rey o vasallo, cortesano o regicida. Nunca supe a quién culpar del mal gobierno de mi cuerpo. A veces, como Diógenes, yo intentaba encontrarlo con una lámpara abollada por los pendientes caminos del adentro. Una multitud que vivía apretada en mis silencios a cada tanto convocaba un motín para exigirle un cambio de mando a mi pellejo. Ah, qué terquedad la de mi cuerpo, de nada servía que intentara dejarlo encerrado bajo llave en la fortificada casa que levanté en mitad de la nada. Luego de sesenta calendarios, por cansancio o por costumbre, me rindo, depongo armas en la cruenta batalla con sus huesos. Firmamos un pacto. Lo acepté como a un viejo compañero de juegos, como a la sombra que no podemos evitar, como a ese enervante vecino que no se cansa de contar las tediosas historias de su vida. Y bien, ha llegado tu hora, viejo y asiduo cuerpo, compañero de andanzas y desvelos. Te perdono los traspiés, las caídas de alelado monigote, disculpo tu estorbosa presencia pidiéndome a deshoras que te lleve a pasear, que quieres baile, que te ponga un abrigo para el frío. La eterna queja de que a la sombra que proyectas le hace falta la sombra de Casandra.



EL EXTRAÑO CASO DEL CUERPO


Mi cuerpo, como en una novela negra, me persigue. Donde voy, va conmigo. Mide sus pasos en mis pasos, casa su sombra con la mía. Para sorprenderme acude a los viejos manuales del sigilo. Me espía agazapado oculto en el cuello de su gabardina, sigue los viejos moldes policiales, desde esconderse tras un periódico hasta ponerme como señuelo una espigada pelirroja. Una noche me lo encuentro a boca de jarro al doblar una esquina y me resulta imperioso saludarlo como a un viejo conocido. Debo aceptar que me siga a todas partes.



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