La Madre del artista de James McNeill Whistler
José Lezama Lima: la fidelidad del sedentario
Tu nombre, una imagen que es segura
W. Stevens
Con añoranza inequívoca
y desconocida tristeza,
con la nostalgia de la plegaria
por el mundo al que sube,
he vuelto a visitar a mi madre
en la imantada soledad de la memoria,
allí donde las imágenes se confunden
con el texto mismo del recuerdo.
El tiempo habrá pasado, pero aun la veo
en su costumbre de peinar cada mañana
los cabellos con agua de alhucema,
pues sabe que toda repetición es una fe;
aun la veo en su mecedora
en el paso entre la inmovilidad y el ímpetu,
convidada por la siesta, por la voz alfabetizada del silencio,
un momento, un gesto anónimo
en mitad de la tarde,
entre la algarabía de los pájaros
y la fuga de lo eterno.
Mi añoranza no termina, sigue viviendo
en mi sangre por encima de sus medios,
lejos del día, en su amado sueño,
en la convicción misma de su esmero.
Añoranza restituida por la vida
a la vida no menos misteriosa del poema,
devuelta a las imágenes reveladas
por las manos persuasivas del tiempo,
restituida por la voz esperada
allí donde avanza el recuerdo;
porque en mi vida
la prerrogativa del agradecimiento
solo puede estar vinculada a un nombre,
el tuyo, anciana mía, Rosa Lima Rosado.
El mundo de Cristina
La avasalladora presencia del espacio,
en medio de un silencio de arraigada expectativa,
confiado al día luminoso
y la fina arena de la vigilia;
un brillo opuesto a la temprana inclinación de la luz
y la cautelosa memoria de la sombra.
Sin duda, algo que ignoramos
reclama en secreto la mirada de Cristina,
la hora del día o la densidad de la luz
adhiriéndose a un rostro que no vemos.
De espaldas a nosotros,
la cabeza erguida confrontada por la brisa
que desordena el cabello recogido en la nuca,
vestida con un traje de un rosa deslucido y manga corta,
preámbulo de unos brazos en extremo delgados
que conducen a unas manos, ¿o son garras?,
apoyadas en la hierba amarillo-pajizo
del campo más reciente del verano.
La conciencia asumida acaso
por el sorpresivo matiz de intimidad
de un recuerdo inesperado,
pues ha de buscar su nombre allí
donde hubo esperanza,
y fue suyo el aire de polen
de una primavera que existió
más allá de su alma única.
Pero también podemos imaginarla de vuelta a lo que vive,
mientras observa en lontananza
cómo el cielo acoge al horizonte,
donde la colina acaba y la casa se levanta,
serena y misteriosamente cercana, al menos desde lejos,
el punto cero donde en el ojo converge
la orfandad estelar de su presencia.
Abandonada a un cuerpo de incierta juventud
Cristina contempla la tarde
que ha hecho de su llegada un camino,
requerida en su arrobo por un mundo probable
y sin embargo distinto,
adoptada por la distancia indeleble
de su corazón solitario,
entre la juventud perpetua y la edad eterna.
Selma Lagerlof
(Landkrona, 1891)
...but the shadows carry the whole story
at first daybreak they open their long wings
W. S. Mervin
En el aire, en la altura vibrante
cortejada por las aves y legitimada por el vértigo,
con la cabeza apoyada en los sueños,
—la hora en el centro del perfecto desvelo—,
voy esta noche hacia lo que todavía ha de venir
camino de lo ofrecido por el tiempo,
el pie asumido por la huella,
sobre mis ojos la luna nocturna y única,
ávida de luz allí donde el sol la acompaña
como sombra y le da un rostro,
en mi oído la voz aún incierta
de mi inesperada juventud:
la de los Sonetos y Gosta Berling,
novela redactada en el estilo
que la lectura de Carlyle me aconsejó...
Pero aun soy jóven, sé lo que ignoro
pero también sé esperar,
como el invierno aguarda
la unánime impronta de la nieve,
las aguas confinadas
devueltas por la primavera al deshielo.
Y así, lejos del reproche
o la mirada complaciente,
sin más carta de triunfo
que la convicción de los sueños,
mi ayer justificado ante la memoria
por la desconocida elocuencia del futuro,
voy con la espera hacia la configuración
de otros mundos,
historias que aun flotan en la penumbra
como en Milton la ciega remembranza de la luz,
páginas que llegarán en su momento
de la mano evadida de los años,
acaso útiles e irrepetibles como el alba,
allí donde cada mañana
despliega las alas sobre el mundo
y la luz enaltece el rocío.
Álvaro Rodriguez Torres nació en Bogotá, Colombia en 1948 y ha vivido en Zipaquirá durante gran parte de su vida. Es autor de cinco libros de poesía y de dos antologías de su obra. También ha traducido siete obras literarias; tres de los poetas que ha traducido son Charles Baudelaire, Vinicius de Moraes y Derek Walcott. Fue galardonado con el Premio Hispanoamericano de Poesía Octavio Paz en 1988, con el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus en 2002, y obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Traducción de Poesía Francesa en 2003.
Algunos libros del autor:
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