Perro tumbado en la nieve (1910-11). Franz Marc.
Mejor me quedo al lado del carrito, no vaya a ser que por dar una vuelta no pueda encontrarlo al regreso. La otra vez me demoré varios meses antes de volver a verlo. Siempre va de viaje, sólo tiene puntos de partida. A veces pasamos por los mismos sitios pero ya no es lo mismo. A los del parche se los han bajado los de verde o las otras pandillas que van y vienen como nosotros buscando algo. Yo sí sé qué es lo que buscamos, o lo que él busca. Sus materiales de trabajo son el humo y el olvido que le talla el ánimo, bueno, también recoge cartón, botellas, papel, chatarra y uno que otro hueso para mi colección de hambre. Su carro recorre las sombras, rebosan en su cubierta los restos de un naufragio sin nombre. Es muy bueno conmigo y con la gente que lo quiere, como esa señorita que nos invita a comer cuando nos ve pasar por la 86, cerca al parque El Virrey. El sitio es muy bonito, me gustaría dormir ahí, en medio de tantos árboles y plantas tan bien cuidadas; el aroma es agradable. Siempre me gusta marcar ese territorio; tantos árboles. ¡Qué placer! Él prefiere el separador de la autopista, dice que es mejor dormir frente a todos para que los de verde no se lo lleven por delante a patadas y palazos. No hay mucho ruido, uno que otro niñito borracho que pasa como una bala en el carro que le ha sacado sin permiso a sus padres o los borrachitos que van cantando y pensando que se escaparon del atraco en la Zona Rosa. Allá no me gusta, los de negro tienen unos compañeros bravísimos, siempre nos los uchaban hasta que un día cuando venía berraco por el hambre me les enfrenté y el pobre perro salió mal librado. No me arrepentí, no sufro de eso, me encanta la pelea, siempre sé dónde mandar las mejores mordidas, eso no lo saben esos tontos entrenados en guarderías para perritas mimadas. La calle, la calle sí sabe enseñar la lucha. Todavía me acuerdo y bato la cola. ¡Qué muenda! Tenga pa que lleve. Ahora, cuando nos ven pasar, nos gritan ¡Sigan! ¡Sigan!. Tampoco me gusta porque las bobitas uniformadas de índigo y ombligueras nos miran con asco, como si el olor de ellas fuera lo más encantador del mundo. Creo que le tienen miedo, tiene muchos apodos. Su valor lo reconocen los otros cuando lo oyen pasar con su canto de hambre en la boca. Los nenes y las nenas le dan monedas con tal que nos alejemos rápido. Bueno, en las madrugadas sí me gusta la zona, escarbamos en las canecas y encontramos comida fresca, casi tibia. Él saca de la basura y me da un poco, qué delicia, hay hasta presas con toda la carne. Yo como de todo. Cuando me siento lleno, me refresco la sed en esos charcos tan ricos que ha dejado la lluvia sobre los andenes. Y si no ha llovido aguanto hasta que él me de agua. En el parque de la 93 la cosa es peor. Allá sí que no me gusta ir, siempre prefiero que me deje cuidando el carrito en el separador de la autopista. Una vez lo acompañé, no nos dejaban cruzar las esquinas, de todas partes venían los guardias a sacarnos a empujones. Además las perritas no huelen a lo que olemos todos los perros, recuerdo que durante una excursión a ese sitio me acerqué a una pero salí estornudando. Qué olor tan feo. Una vez él sacó un tarro de la basura y me echó de eso. Salí corriendo despavorido y me revolqué en el pasto hasta que se me quitó. Él se retorcía de la risa viendo cómo estornudaba mientras trataba de quitarme esa porquería. Si no fuera por la comida el norte sería aburridísimo lleno de gente, carros, bulla y todo el mundo con miedo en medio de cientos de guardias. Al sur de la 72 la situación se vuelve más humana. Pasamos por las tiendas y de vez en cuando alguno nos saca un plato de comida o nos da para que compremos algo de almuerzo. Él ya no es invisible, su presencia no causa temor. Nos vamos por la 13 cantando y oliscando en los tarros y en los talegos, no hay tantos tesoros como al norte, pero la vida se vuelve más tranquila. No hay guardias, como en esas zonas de música. Los travestís que se paran en las esquinas me lanzan pedazos de pan y hasta me rascan la cabeza. Son buenas personas, aunque también usan ombligueras no son tan creídas como las bobitas del norte. Siempre que vamos al centro me acuerdo que teníamos un cuarto en El Cartucho donde podíamos dormir sin que los de verde nos molestaran. Un día llegaron unos hombres en unas máquinas grandísimas y tumbaron todo para que el edifico donde comen los que mandan no quedara en una zona de estrato cero. Allí hicieron un parque al que tampoco nos dejan entrar. A mí me da nostalgia, tenía muchos amigos. Ahora me toca verlos cuando nos cruzamos en las avenidas. Claro que si vamos por el Bronx, ahí sí me puedo encontrar con algunos que decidieron quedarse con los de la gallada. Entonces nos olemos las colas y sabemos que somos de los mismos. Los entretengo durante horas con las historias que les cuento sobre la ciudad. En esta zona él también se siente feliz, sobre todo cuando nos vamos por la Jiménez hacia los cerros los fines de semana para que nos gasten. Bueno, la mayoría de rezanderos nos regalan algo antes de subir y a la bajada nos hacen mala cara, como si no se les hubiera hecho el milagrito. Morcillas, chorizos, bofe, carne, ahí sí que se come bueno. Aunque las gordas que atienden me saquen corriendo, siempre hay alguien dispuesto a darme un bocado. Este es mi restaurante cinco estrellas. Después de comer nos sentamos en el pasto al lado de las escaleras que suben a Monserrate a dormir un rato. Entre semana casi no hay comida en ese lugar, es como si la gente sólo rezara los domingos. De todas formas es muy lindo porque puedo jugar por los caminos y conquistar alguna de las perritas que suben desde La Candelaria, un barrio que conozco bien. En esas calles angostas tengo muchos amigos. A mí me gusta cuando él hala del carrito por ahí. También somos bien tratados, claro que la mayoría de casas son universidades o colegios o museos. Como uno que queda bajando de la calle del embudo donde la gente se reúne los jueves para oír a otro que les lee cosas. A él le gusta porque cuando pasa por ahí, alguien le regala un canelazo. Los viernes nos toca la 26. Me da pesar cuando pasamos por el cementerio. También sacaron a los muertos para hacer un parque. Ahí no podemos entrar, pero ellos tampoco: los muertos. Dejamos el cementerio de lado y nos vamos por el barrio La Soledad. Es muy lindo, tienen un parque en medio de la avenida y muchas perritas queridas. A él le gusta porque siempre encuentra de todo. Llena el carrito muy rápido. Ese día es de descanso. Dormimos toda la tarde dejando que las nubes pasen sobre nosotros como si las empujara el viento de las calles. Antes de que cierre la tarde nos vamos para la bodega que queda en la 58 arriba de la Caracas para que nos pesen la carga y nos den plata. Y empezamos de nuevo hacia el norte. Desde que era cachorro siempre soñé con ser un gran viajero. Sé que olemos a mar de puerto, pero si él no fuera cartonero, viajaría soñando.
Jaime Londoño
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