Descarga del horno. Benito Quinquela Martín (1932)
Rigoberto Thursday
Juan Guillermo Sánchez
Un escritor envía un libro a un viejo amigo pintor que vive en cierta ciudad suramericana. Es su primer libro de cuentos, diez historias nerviosas que ocurren siempre los jueves y cuyos protagonistas casi siempre son mujeres consumidas por el deseo o el desencanto. De los doscientos ejemplares del tiraje solo uno viaja a cierta ciudad. El escritor no tiene ni un dólar, así que decide enviarlo por barco sin posibilidad de tracking o cosa por el estilo. Lo manda a la buena de dios, divertido por las travesías con las que acaso su libro se tope en el camino: una tormenta en el caribe, una rata despelucada devoradora de cajas en los sótanos oscuros de un buque, la garúa en la aduana, requisas, papeleos, cangrejos desorientados en el puerto.
Después de dos meses, el libro efectivamente llega a cierta ciudad, pero debido a la confusión entre un 6 y una G y entre una O y un 0, el código postal se trastoca y el libro descansa ahora en la casilla de una mujer desesperada y no en el escritorio del viejo amigo pintor. Aburrida en sus tardes sin empleo, la mujer desesperada devora el libro. Llora, se reconoce, se ve hablando en esas letras que parecen haber recorrido kilómetros y kilómetros de agua en busca de ese único instante en que, a través de una serie de cuentos escritos por un hombre, una mujer encuentra las palabras que cifran su existencia.
Desde luego, en este periodo de tiempo, el escritor se ha dirigido varias veces a la oficina de correos sin obtener ninguna respuesta concreta sobre el paradero de su envío. Por su parte, el viejo amigo ha revisado juicioso su casilla cada mañana justo antes de salir para el taller. De vez en cuando se ha comunicado con el escritor y, con un tono burlón, se ha inventado ficciones ante la espera. Una de estas ficciones cuenta que un escritor fracasado que vive lejos, un día postea en su propio blog la noticia de que acaba de salir al mercado su último libro, entonces envía el link a todos sus amigos y hace pública la noticia en las redes sociales. Sin embargo, la realidad es que el libro nunca ha sido impreso y solo existe de él una portada mediocre sin cuentos, un link que lo anuncia y un rumor. Ahí es donde el viejo amigo termina su historia: “…y por eso es que yo no he recibido ningún libro, compadre, porque sencillamente no existe”.
Lo cierto es que la mujer desesperada sí que podría corroborar la existencia del libro y, de hecho, se ha entusiasmado tanto pero tanto, que en medio de la angustia por el alquiler y por el dinero que le debe a uno de los usureros de la zona Sur, se le acaba de ocurrir un plan. Si algo aprendió en la carrera de periodismo no fue a ganarse la vida, eso está claro, sino a reconocer una buena prosa, un buen título, un buen cierre, y este libro que acaba de devorar en una tarde es un clásico que solo ha sido reproducido doscientas veces en otro continente y sin editorial, como reza en los créditos. Entonces…, ¿por qué no intentarlo? ¿Qué se podría perder si últimamente todo está patas arriba?
Al día siguiente, llama al librero pirata que solía venderle los libros en la universidad y con el que, desde entonces, ha tejido una amistad de café. El pirata sabe que la mujer desesperada es una gran lectora, así que comprende de inmediato la oportunidad que tiene en sus manos. En una semana crean juntos un blog de autor ficticio, postean un par de cuentos del libro (ahora con nuevos títulos) así como algunos comentarios sobre la piratería y la necesidad de publicar sin intermediarios. A la siguiente semana, el pirata reúne los pesos que ha estado ahorrando para comprar una nueva imprenta y, sin pestañear, sin arrepentimiento, invierte en el papel y la tinta. A la tercera semana se imprime la segunda edición del libro disfrazado en una apuesta de diez mil ejemplares. La mujer desesperada se ha encargado de diseñar la portada, de componer los nuevos títulos para los cuentos y el libro, y de inventarse el seudónimo para el hipotético autor: Rigoberto Thursday.
La noche que dieron vida al autor, estaban en casa del pirata, y entonces este pronunció: “De ahora en adelante, llamame Thursday”. El juego hizo reír a la mujer desesperada, y solo entonces cayó en cuenta que había pasado un mes desde que había llegado ese paquete equivocado, el cual, sin quererlo, había ido acercándola poco a poco a Thursday.
Cuando finalmente salen los diez mil ejemplares y comienzan a recorrer el mercado negro de cierta ciudad, el escritor, es decir, el ex-autor, a duras penas ha vendido veinte libros entre vecinos y amigos. Una tarde de angustia, decepcionado por el desacierto de su proyecto, quema los ciento setenta y nueve libros restantes, uno por uno, en el jardín.
“No sé para qué insisto…”, se repite vencido.
Indignado, después de cuatro meses de espera, el viejo amigo le dice una noche al ex-autor que él no piensa leer el libro hasta que no le llegue impreso a su casilla, con lo que queda cerrada cualquier otra opción de envío. Sin embargo, el viejo amigo sí termina leyéndolo, pero con otros títulos, otra carátula y un nuevo autor.
“Quién será este Thursday…”, piensa con el libro en su regazo mientras se fuma un cigarro en el taller. En verdad ha disfrutado esos lascivos soliloquios en los que no pasa nada, e incluso se ha metido a fisgonear varias veces el blog. En una de esas visitas, ha encontrado posts recientes, invitando a los lectores a reproducir ellos mismos el libro. Los comentarios no se hacen esperar: “Buena esa, Thursday. ¡No más intermediarios!”, “Oye, Thursday, ¿en realidad eres Rigoberto o eres una mujer? Sólo quería saber…”, “Dejate ver, Thursday, esta tarde voy a estar en el Café Obelisco… Por si acaso, soy pelirroja…”.
Después de seis meses, ocho de cada once lectores en cierta ciudad conocen la obra de Thursday y es casi obligatorio hablar de él en cada reunión cuya concurrencia esté entre los veinte y los cuarenta años.
El negocio ha sido redondo. Thursday ha distribuido los libros a través de su red de vendedores ambulantes en el centro y cada uno de ellos ha pagado al contado lo que él promete va a ser todo un éxito.
Y así es, en solo seis meses, Thursday y la mujer desesperada han salido de todos los libros y no solo han recuperado la inversión, sino que ahora tienen diez veces más y han comenzado a besarse y a tomarse de la mano en la vereda.
Nadie va a señalar a nadie, todos han ganado.
Es de esperarse, sin embargo, que los escritores de cierta ciudad empiecen a conjeturar quién puede ser entre ellos el famoso Thursday, como si solo alguien entre ellos pudiera jugar así con las palabras. Algunos críticos, impotentes ante el vacío que les produce una obra sin sujeto con el cual relacionarla, empiezan también a escribir insultos en el blog, protegidos por seudónimos de mal gusto.
De cualquier forma, Thursday ha vendido diez mil ejemplares en seis meses y tiene el blog con la audiencia más activa de cierta ciudad. Por lo demás, nadie tiene ni idea quién es Rigoberto Thursday.
Falta un último encuentro para cerrar el círculo.
Muchos años después, el ex-autor viaja a cierta ciudad a visitar a su viejo amigo pintor. Ya no es escritor, ahora es carpintero, gana muy bien y acaba de comprar una casa junto a un río. Es jueves y están en cualquier restaurante, tomándose una copa y hablando del pasado. Te acuerdas cuando…, Y qué pasó con…, Y has vuelto a hablar con…, Cómo era que se llamaba…, Y vos…, ¿seguiste escribiendo…?
La última pregunta ha sido difícil. Tras un silencio incómodo, el carpintero responde:
- He seguido escribiendo... sin escribir – se ríe –. No sé si eso tenga sentido, pero así lo veo.
Cambian de tema.
De regreso al apartamento, el viejo amigo dice que hay algo que quiere mostrarle. Entonces entra al cuarto donde tiene el taller y enseguida regresa con un libro.
- ¿Sabés? - dice -. Ese es uno de esos escritores que escriben sin escribir, como vos decís… Desde hace cinco años que lo publicó, pero el pibe o la mina no ha vuelto a aparecer. Hay, sí, un montón de imitadores que hacen que su prosa siga reinventándose, ¿me entendés? Pero…
Impresionado por el nombre del autor, el carpintero abre el libro y lee entre curioso y asustado el comienzo, solo el comienzo, de cada uno de los cuentos, mientras escucha al viejo amigo contar la historia de Thursday, el blog y los diez mil ejemplares.
El carpintero no puede creer lo que está viendo y aun menos lo que está escuchando. Congestionado, piensa que sería ridículo a estas alturas decir Aquí estoy, ¡Soy yo!, porque no tendría sentido que un carpintero en el extranjero viniera a hacerse pasar por Thursday. Además, había que aceptar que el blog y los títulos habían sido idea de otro y ni modo de cambiarlos ahora después de tantos años haciendo hueco en la memoria de esos lectores fanáticos.
El viejo amigo notó de inmediato la turbación del carpintero y acaso quiso abrazarlo y decirle que él tampoco había sido nunca pintor, aunque por el contrario hubiera continuado pintando.
Ambos prefieren el silencio.
A esas alturas, Thursday ya no era Thursday tampoco, y la mujer desesperada había dejado ya de estar desesperada, y en cambio habían abierto una revista virtual, se habían ido a vivir juntos a la pampa y de vez en cuando se reían de Rigoberto como de una travesura juvenil.
Tras un largo sorbo de ginebra que el viejo amigo acaba de traer, el carpintero mira por la ventana. “No hay nada qué decir”, piensa. Hace tiempo que esos cuentos no le pertenecen y ya nada ni nadie podría suplantar a Thursday, ni siquiera él.
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