El Beso, (1908). Klimt.
Talego
El secreto estaba en el talego de boronas que colgaba de su mano, no era ella a la que debíamos mirar sino al talego, por eso lo bamboleaba por la avenida como una bandera para que nos diéramos cuenta que estaba viva. La gente escudriñaba en sus ojos buscando con asombro su locura o su inercia mental que es lo mismo. En cambio, la vi, me acerqué lentamente, dejé que el ruido se desplomara por el andén y jugara con las sombras chinas que proyectaban las luces de los carros sobre los muros pelados de la calle. Cuando nos cruzamos, en el muro se vio el reflejo de dos seres que se encuentran al azar, sin conocerse, que por los avatares del destino decidieron entablar una conversación donde las palabras sobran, donde bastan las caricias y los besos, porque es más fácil darse un beso que preguntar por las vidas. Claro, no faltaron los gritos y los insultos: páguele pieza, llévala a tu casa, indecentes. Pero ella se pegaba a mí con más fuerza y reía, se dejaba ir hacia atrás, como las nubes cuando las empuja el viento, se dejaba caer en mis brazos y se hacía la pesada intentando llevarme al fondo de la cama del asfalto. Tal vez si nos corremos un poco y nos hacemos bajo el asiento que está pegado al árbol no nos presten atención mientras hacemos el amor. Si recuesto la cabeza sobre la pata de la silla, si ella se desliza sobre mí y si su falda es lo suficientemente ancha y si el asiento es lo suficientemente alto para que quepamos los dos sin rasparnos y si el piso es lo suficientemente blando como para permitirnos hacer los movimientos propios evitando que el roce le deje cicatrices en las rodillas, a ella, y en la espalda, a mí, y si las personas fueran ciegas, y no importaba si oían bien, el ruido de los carros bastaría para ocultar los gimoteos y las ansias de seguir hasta el final.
Jaime Londoño
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